El miedo del gobierno chino a conceptos y prácticas como los de democracia, libertad, capitalismo y sexo oral es, si se quiere, harto obvio. Pero que Google haya cedido al capitalismo en contra de la libertad y la democracia y sacrifique, por mor del bendito dinero, el sexo oral, es demasiado. Máxime cuando declaran que pueden hacer dinero sin hacer chingaderas [doing evil, en traducción muy libre]. Y se aclara entonces la lógica simple del dinero. A despecho del comentario de Ursula Owen, editora de Index on Censorship, Google no sólo censura por dinero, censura por interés. Como sus competidores ya entraron, siente que perderse su parte del pastel sería catastrófico... La creatividad, los principios, la ética misma sucumben ante el simple y llano dinero. Lástima.
En México, desde luego, las cosas no están mejor. La suprema corte negó el amparo a Witz, el poeta que cantó a la patria entre mierda, según intentó decir, y el único artículo extenso y serio publicado en defensa de la libertad de expresión lo publican, para sorpresa general, los ministros de la suprema corte que votaron a favor del amparo [Letras libres de enero], pero ni portada, ni cintillo, ni comentario les dieron. Aparece ya el de febrero, y no hay comentario alguno. Asunto casi sin importancia, la libertad de expresión, para autores y editores. Y para rematar, podrán meterlo a la cárcel por escribir una obra de imaginación donde, imaginariamente, injuria a la bandera. No establecer esa diferencia, válganos, es quizás más grave que la negación misma del amparo.
En el mundo crece la censura y cada día se habla menos de ello...
Sobre el arte de editar e incurrir dichoso en las erratas, entre otros menesteres de los libros, su gozo, su hechura y algunos ensayos sobre variopintos temas.
martes, enero 31, 2006
lunes, enero 30, 2006
Anatomía de la melancolía o los paseos del alma
Hércules de Sajonia, en su Tractatus posthumus de melancholia, tratado del cual no conozco más que la cita breve que relataré adelante, tomada del grande Roberto Burton, aquel Demócrito melancólico que escribió, para amortiguar la suya bilis negra, su atendible y curiosísima Anatomía de la melancolía, decía pues, Hércules sajónico es de los pocos en notar que hay melancólicos para quienes su melancolía es por demás agradable y, paradoja de paradojas, en su melancolía no hay en sentido estricto tristeza alguna, sino gozo.
Y de todas las enfermedades, que Plinio cuenta en más de trescientas, desde la coronilla hasta la planta del pie, pocas tan extrañas, para los antiguos, como la cólera negra, la melancolía, locura sin fiebre, que tiene como compañeros al temor y la tristeza.
Y en verdad, a veces estar triste es muy alegre, cuando la cólera negra no obscurece el ánimo más que en su certero sazón de atemperar el alma para dejar gozar el puro y pleno paroxismo de la tristeza chocolatera, como la llamamos en nuestras tardes de inclinadas mansedumbres, cuando el humor mayúsculo que oscurece los sentidos internos (el sentido común, el entendimiento y la fantasía, según los clásicos tan citados por el amigo Burton) tiene la dosis justa para ser gozosa.
Para su cura, desde luego, pensaban en las comidas hechas. Cuentan los antiguos por medio de don Roberto, que Heródico escribió un libro enorme Sobre las dietas donde, a más de intentar clasificar todos los humanos alimentos, también hizo por prevenir las enfermedades. Ya Hipócrates había dicho, sabiamente como acostumbraba hacerlo, en De la medicina antigua, que si los enfermos pudieran comer lo mismo que los sanos nunca hubiera nacido la medicina. Y el tal Heródico calificó el pensamiento, de manera sorprendente para alguien tan preocupado por la terrenal existencia, como paseo del alma. Y en ese paseo es donde la modernidad intentó curar la bilis negra, pero ninguno tuvo razón del todo, que no tanto la ingesta de humores, cuanto su producción de neurotrasmisores, han logrado atemperar la bilis negra. O los inhibidores de los recapturadores de la serotonina o la norepinefrina, que desde luego controlan esa biblis negra y, también, como ya habían señalado los antiguos, controlan los temores, trasmutados en cotidianos ataques de pánico, para cuya cura recetan, muchas veces, dosis mayores de anticoléricos negros. Homenajeemos entonces a Hércules de Sajonia por notar tan bien como lo hizo, y a don Roberto Burton por contárnoslo, de la melancolía dichosa, finis terrae de todos los melancólicos.
Y de todas las enfermedades, que Plinio cuenta en más de trescientas, desde la coronilla hasta la planta del pie, pocas tan extrañas, para los antiguos, como la cólera negra, la melancolía, locura sin fiebre, que tiene como compañeros al temor y la tristeza.
Y en verdad, a veces estar triste es muy alegre, cuando la cólera negra no obscurece el ánimo más que en su certero sazón de atemperar el alma para dejar gozar el puro y pleno paroxismo de la tristeza chocolatera, como la llamamos en nuestras tardes de inclinadas mansedumbres, cuando el humor mayúsculo que oscurece los sentidos internos (el sentido común, el entendimiento y la fantasía, según los clásicos tan citados por el amigo Burton) tiene la dosis justa para ser gozosa.
Para su cura, desde luego, pensaban en las comidas hechas. Cuentan los antiguos por medio de don Roberto, que Heródico escribió un libro enorme Sobre las dietas donde, a más de intentar clasificar todos los humanos alimentos, también hizo por prevenir las enfermedades. Ya Hipócrates había dicho, sabiamente como acostumbraba hacerlo, en De la medicina antigua, que si los enfermos pudieran comer lo mismo que los sanos nunca hubiera nacido la medicina. Y el tal Heródico calificó el pensamiento, de manera sorprendente para alguien tan preocupado por la terrenal existencia, como paseo del alma. Y en ese paseo es donde la modernidad intentó curar la bilis negra, pero ninguno tuvo razón del todo, que no tanto la ingesta de humores, cuanto su producción de neurotrasmisores, han logrado atemperar la bilis negra. O los inhibidores de los recapturadores de la serotonina o la norepinefrina, que desde luego controlan esa biblis negra y, también, como ya habían señalado los antiguos, controlan los temores, trasmutados en cotidianos ataques de pánico, para cuya cura recetan, muchas veces, dosis mayores de anticoléricos negros. Homenajeemos entonces a Hércules de Sajonia por notar tan bien como lo hizo, y a don Roberto Burton por contárnoslo, de la melancolía dichosa, finis terrae de todos los melancólicos.
domingo, enero 29, 2006
¿Cuánto vale un poema?
Cuando la revista Poetry recibió la maldición de la filantropía de Ruth Lilly y su donativo de cien millones de dólares (torpe filantropía, como la calificó Howard Junker, editor de la respetable y confesa envidiosa revista Zyzzyva) tranformó una revista literaria pequeña en una fundación literaria, es decir, la aniquiló. Quienes saltaron pronto a la palestra, para exigir su parte, fueron los poetas. La revista Poetry pagaba, antes de su muerte filantrópica, la fabulosa y simbólica suma de 2 dólares por línea. Después, no faltó el poeta que propusiera elevar la modesta suma a la necesaria y jugosa de 500 dólares por línea. Más allá de la anécdota, el asunto es atendible, ¿cuánto vale un poema?
Ensayemos una respuesta. El valor debe estar ceñido a su valor de reproducción, a su precio por copia realizada, como cualquier otra creación intelectual desde que se ha legislado al respecto. La norma tradicional es dividir el monto para pago de regalías entre el número de páginas escritas (sin incluir publicidad). Así, una revista amplia de digamos 128 páginas con 64 útiles que dedique 64,000 pesos al pago de regalías (supongámoslo por mor de la simplicidad), nos daría un pago de 1,000 pesos por página completa. En una revista pequeña, el pago es equivalente a dos ejemplares, unos 100 pesos. Así las cosas, el valor de un poema depende de las copias que pueda vender, y como no es muy venidible, según cuentan los enterados, depende en rigor de la tasa imaginada por el autor. Y como esa valoración a veces es extrema, asistimos al inicio de empresas editoriales novedosas, que aprovechan esa alta estima autoral. No editan para el mercado tradicional, tienen un nicho propio y en amplio ascenso. Por una cantidad específica, publican el número de páginas que uno quiera ver en letra impresa, garantizan la inclusión en una antología internacional de poesía y ofrecen la entrega gratuita de dos ejemplares. Y ¿cuánto vale cada uno de esos poemas? En rigor, su precio es negativo.
Adelanté una hipótesis monetaria que, si la traducimos a términos poéticos, nos dará la clave del valor de un poema. Pues, aun cuando un poema no se puede comprar, pues sólo se puede comprar, como dice la ley, su sustento material, el medio físico en el cual existe y se despliega, no podemos apropiarnos de él en términos monetarios, sólo pagamos para poder leerlo. Aun cuando no podemos apropiarnos monetariamente de un poema podemos hacerlo si nos dice algo, y hay muchos poemas que cumplen esas características y son valiosos como ningunos, que su valor, que el valor pues del poema, es las muchas o pocas veces que se repite, su valor de reproducción, desde luego, pero no primera y monetaria. Como dice Juan de Mairena, siempre lúcido y citable, “Si vais para poetas, cuidad vuestro folklore [...] Reparad [en que la poesía popular] pudieran hacerla suya muchos enamorados, los cuales no acertarían a expresar su sentir mejor ... A esto llamo yo poesía popular, para distinguirla de la erudita o poesía de tropos superfluos y eufemismos de negro catedrático.” Que ése es el valor de la poesía, que de tantos y tantos autores y autoras de los dos siglos anteriores, muchos hubieran pagado fortunas enteras para que se recordara siquiera una línea suya. Que bien o mal pagados sus versos, ese dinero no toca el valor de sus poemas, pues el tiempo todo lo iguala y elimina lo innecesario, superfluo y sobrevaluado.
Ensayemos una respuesta. El valor debe estar ceñido a su valor de reproducción, a su precio por copia realizada, como cualquier otra creación intelectual desde que se ha legislado al respecto. La norma tradicional es dividir el monto para pago de regalías entre el número de páginas escritas (sin incluir publicidad). Así, una revista amplia de digamos 128 páginas con 64 útiles que dedique 64,000 pesos al pago de regalías (supongámoslo por mor de la simplicidad), nos daría un pago de 1,000 pesos por página completa. En una revista pequeña, el pago es equivalente a dos ejemplares, unos 100 pesos. Así las cosas, el valor de un poema depende de las copias que pueda vender, y como no es muy venidible, según cuentan los enterados, depende en rigor de la tasa imaginada por el autor. Y como esa valoración a veces es extrema, asistimos al inicio de empresas editoriales novedosas, que aprovechan esa alta estima autoral. No editan para el mercado tradicional, tienen un nicho propio y en amplio ascenso. Por una cantidad específica, publican el número de páginas que uno quiera ver en letra impresa, garantizan la inclusión en una antología internacional de poesía y ofrecen la entrega gratuita de dos ejemplares. Y ¿cuánto vale cada uno de esos poemas? En rigor, su precio es negativo.
Adelanté una hipótesis monetaria que, si la traducimos a términos poéticos, nos dará la clave del valor de un poema. Pues, aun cuando un poema no se puede comprar, pues sólo se puede comprar, como dice la ley, su sustento material, el medio físico en el cual existe y se despliega, no podemos apropiarnos de él en términos monetarios, sólo pagamos para poder leerlo. Aun cuando no podemos apropiarnos monetariamente de un poema podemos hacerlo si nos dice algo, y hay muchos poemas que cumplen esas características y son valiosos como ningunos, que su valor, que el valor pues del poema, es las muchas o pocas veces que se repite, su valor de reproducción, desde luego, pero no primera y monetaria. Como dice Juan de Mairena, siempre lúcido y citable, “Si vais para poetas, cuidad vuestro folklore [...] Reparad [en que la poesía popular] pudieran hacerla suya muchos enamorados, los cuales no acertarían a expresar su sentir mejor ... A esto llamo yo poesía popular, para distinguirla de la erudita o poesía de tropos superfluos y eufemismos de negro catedrático.” Que ése es el valor de la poesía, que de tantos y tantos autores y autoras de los dos siglos anteriores, muchos hubieran pagado fortunas enteras para que se recordara siquiera una línea suya. Que bien o mal pagados sus versos, ese dinero no toca el valor de sus poemas, pues el tiempo todo lo iguala y elimina lo innecesario, superfluo y sobrevaluado.
sábado, enero 28, 2006
Despertares
Despertar siempre es un acontecimiento. Cabría señalar la cifra de las filosofías todas por el modo y manera en que se despierta al mundo. Hay quien al despertar cierra los ojos de nuevo e implora que el mundo se haya desvanecido, que la cama misma sea una ilusión y el sueño invada de nuevo para disolver al mundo. Pues si el mundo no fuera sino la interpretación mía, si el mundo no fuera sino la representación toda que de toda la realidad hago de todo, cerrar los ojos sería disolver el mundo y concentrarme en la nada buena de no pensar en nada y soñar, siquiera despierto. Hay quien nombra al mundo y lo descubre cada mañana y saluda, buenos días, animales, plantas y cosas, planetas y estrellas del universo. Hay, otros, que se levantan de golpe y comienzan industriosos su día, listos para cualquier menester que menester haya. Otros que necesitan escuchar su voz o la de otros, en radio o televisión, para que el fluir sustantivo y adjetivo de las cosas comience a permitirle seguir su senda por el mundo. Y, algunos más, quienes el sueño es ya una angustia o una pregunta, o la vigilia, o el duermevela. Y otros para quienes cada parte de todo eso es un gozo puro y sistemático. Y hay quien agradece despertar y otros que lo lamentan y a muchos más que les importa un rábano sapiente o analfabeto el asunto todo.
Pero, de cierto, despertar es un acontecimiento. Porque para despertar, dice el sapiente perogrullo, es necesario haber dormido. No, y ahí la nota interesante, perder la conciencia, como en la anestesia, sino desvanecerla. Perderla, mediante la anestesia, es ser el último testigo de nuestro cuerpo, evaporar esa conciencia, hundirla en un sueño sin sueño momentáneo donde parece que nada ha sucedido. Cuando dejamos de estar en ningún lado, cuando perdemos, incluso, el recuerdo de dónde estuvimos. Dormir, en cambio, es zambullirse en uno mismo con uno mismo acompañándolo, pues soñar es saber que se sueña, al fin de cuentas. Y ahí viene la turbamulta de los filósofos que faltaban, entre si soñar es saber que se sueña, soñar es soñar sin saber nada o soñar es dejar de saber que uno es quien sueña.
Y sí, hoy desperté, con la minuciosa exactitud de un rompecabezas, con la milimétrica concisión de las promesas, con la precisa pausa del bostezo y la calma tranquila de las nubes pausadas. Y me hallé al despertarme y, desde luego, fue una sorpresa. Cotidiana, es cierto, pero no por ello menos extraña.
Y comencé por saludar al dedo anular de mi pata izquierda, y sonreírle a mi dedo gordo de mi misma pata y, disculparán la vulgaridad, rascarme mis siamesas pelotas y sonreírle al mundo todo. Porque despertar y hallarme en el mundo con toda mi humana existencia me llena de sorpresa. Que vengo de donde vengo sin haberme ido y sigo estando donde estoy sin haber estado. Y aunque no soy el Adán de los aires buenos, ni tengo la manía onomástica de llamar de nuevo a las cosas por aquellos sus propios nombres, sí me llena de contento de gozo el ver de nuevo mi mano, y mi codo y respirar de nuevo ante el espejo en que mi cara me hace caras al mirarme. Porque despertar es, también, y al fin, una indolencia.
Pero, de cierto, despertar es un acontecimiento. Porque para despertar, dice el sapiente perogrullo, es necesario haber dormido. No, y ahí la nota interesante, perder la conciencia, como en la anestesia, sino desvanecerla. Perderla, mediante la anestesia, es ser el último testigo de nuestro cuerpo, evaporar esa conciencia, hundirla en un sueño sin sueño momentáneo donde parece que nada ha sucedido. Cuando dejamos de estar en ningún lado, cuando perdemos, incluso, el recuerdo de dónde estuvimos. Dormir, en cambio, es zambullirse en uno mismo con uno mismo acompañándolo, pues soñar es saber que se sueña, al fin de cuentas. Y ahí viene la turbamulta de los filósofos que faltaban, entre si soñar es saber que se sueña, soñar es soñar sin saber nada o soñar es dejar de saber que uno es quien sueña.
Y sí, hoy desperté, con la minuciosa exactitud de un rompecabezas, con la milimétrica concisión de las promesas, con la precisa pausa del bostezo y la calma tranquila de las nubes pausadas. Y me hallé al despertarme y, desde luego, fue una sorpresa. Cotidiana, es cierto, pero no por ello menos extraña.
Y comencé por saludar al dedo anular de mi pata izquierda, y sonreírle a mi dedo gordo de mi misma pata y, disculparán la vulgaridad, rascarme mis siamesas pelotas y sonreírle al mundo todo. Porque despertar y hallarme en el mundo con toda mi humana existencia me llena de sorpresa. Que vengo de donde vengo sin haberme ido y sigo estando donde estoy sin haber estado. Y aunque no soy el Adán de los aires buenos, ni tengo la manía onomástica de llamar de nuevo a las cosas por aquellos sus propios nombres, sí me llena de contento de gozo el ver de nuevo mi mano, y mi codo y respirar de nuevo ante el espejo en que mi cara me hace caras al mirarme. Porque despertar es, también, y al fin, una indolencia.
Terquedades
Leer cada día se vuelve un asunto harto complicado. Con más frecuencia de la debida, salgo de las librerías sin nada que me interese, y no por falta de libros, que libros hay muchos, sino porque en casi todas hay lo mismo y eso mismo que hay me interesa poco. Quizá busco algunos libros poco comerciales, pero incluso en casos señalados, por ejemplo, El museo de la rendición incondicional, de Dubravka Ugresic, tuve que comprarlo en inglés, y no porque alguna obscura y pequeña editora española o chilena o mexicana lo hubiera editado, sino porque en México no lo distribuyen, en ninguna librería siquiera lo tienen registrado en su base de datos. ¿Quién edita? Alfaguara. Así, buscar un libro en específico es algo casi titánico, cuya única explicación racional es la irracionalidad del lector, de ahí hablar de terquedades. Pero, al fin de cuentas, me ha llegado la traducción al inglés. Comenzaré a leerla.
La mano de la buena fortuna
¿Qué seduce tanto de La mano de la buena fortuna? ¿Qué nos lleva a leerla con gozo y de corrido, como si no quisiéramos salir de su morada? Primero, quizá, el contarnos una historia de manera no realista, aunque mucho hay de la historia de ese país ahora inexistente. La metáfora que le da existencia es bella: quienes leemos nos encontramos en los libros que leemos. Además que esos encuentros piden, casi exigen, una historia de amor, de un encuentro mejor, digamos. Y tenemos dos, vividas bajo la especie de la metáfora lectora. Es un libro hermoso de los que ya no abundan. Tengo un solo reparo, cuando leen ciertos periódicos se encuentra Anastas Branica, el personaje central, con lectores futuros de ese periódico, lo que lleva a suponer que la lectura simultánea se da cuando cualquiera en cualquier momento lee el libro o periódico, pero cuando en París la costurera le da periódicos viejos para leer se alegra de no encontrar a casi nadie en su lectura, pues todos se han ido a los periódicos nuevos, como si la lectura tuviera que darse simultáneamente en el tiempo, no en la lectura. Pero es un reparo menor.
viernes, enero 27, 2006
Paul Erdós
La memoria prodigiosa de Paul Erdós, el Mozart de las matemáticas, por decirlo así, tenía almacenados los números de teléfonos de casi todos los matemáticos con quienes trabajaba o trabajaría, pero necestaba alguna clave para relacionar las caras con los nombres, y esa clave era el lugar donde trabajaba el matemático. Cierto día se encontró con cierto matemático a quién le preguntó dónde trabajaba, dónde estaba. Vacouver, le dijo. Ah, exclamó Erdós, entonces debes conocer a mi buen amigo Elliot Mendelson, a lo cual respondió el matemático: Yo soy tu buen amigo Elliot Mendelson...
jueves, enero 26, 2006
Vanidades rulfianas
Tomás Segovia, ganador del premio antes conocido como Juan Rulfo, elogió al autor de Pedro Páramo llamándolo algo así como natural, en el sentido mas llano del término: talento natural. Abundó: no era un conocedor. La familia de Rulfo leyó: ignorante y puso el grito, no en el cielo, sino en La Joranda (único medio al que mandó copia de la misiva entregada el Viernes 25 de noviembre al Conaculta y a quien hace unos días reiteró su decisión) y pidió el retiro del nombre de su pariente del Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo. De hecho leyó, por medio de Víctor Jiménez, presidente de la fundación conocida como Juan Rulfo, algo muchísimo peor: “las estupideces que dijo Tomás Segovia”, se refirió el insigne presidente de la fundación a las palabras aludidas.
Pero en la decisión ronda la vanidad y la desproporción. Señalan, sus parientes, que en los dos últimos años no han sido tratados “con las consideraciones que se merecen” ni se les ha hecho partícipe de las decisiones del Jurado. Pero hagamos un poco de historia.
A la muerte de Juan Rulfo, sus parientes, decidieron negociar las condiciones de la publicación de El Llano en llamas y Pedro Páramo, publicados desde sus inicios, desde siempre, por el Fondo de Cultura Económica. Su argumento, muy parecido al actual, era que el FCE no daba el trato adecuado a los libros de Rulfo. Pidieron un millón de dólares de adelanto para firmar un nuevo contrato. En el fondo, la editorial deseaba continuar publicando los libros, pero no tenía dinero. Se lo hicieron saber a la familia y le pidieron los derechos sólo para México. En escena entró, sin aviso y después de muchas negativas por parte de la familia a responder las comunicaciones del FCE, la agencia literaria Carmen Balcells. Pidió, entonces, para los parientes de Rulfo, la cantidad de un millón de dólares para editarlo sólo en México, pues tenía, según su dicho, oferta por millón y medio para toda lengua española. Sabemos cómo acabó la historia. Le cedieron los derechos a Planeta, muchos, que no el Fondo, han podido publicar la obra, Anagrama entre ellos, y los parientes de Rulfo recibieron el trato que merecían, valuado en dólares. Después, desde luego, retiraron los derechos y los dieron a Random House Mondadori de quien, de nuevo, dicen que no dan el trato adecuado a los libros de Rulfo y lo mandan, después de otros cinco años y vencido el contrato, con otro editor. Imagino que así seguirán con cada vencimientos y dejando una estela de ediciones autorizadas/desautorizadas.
Ahora el problema es un elogio convertido en diatriba con mala intención. Y la falta de consideraciones. ¿Cuáles son esas consideraciones que merecen? Para saberlo, preguntemónos: ¿quienes ganaron en esos dos años afrentosos el premio antes conocido como Juan Rulfo? Tomás Segovia y Juan Goytisolo. ¿Y de dónde el enojo ante estos dos premiados? Por demás obvio, lo dicen ellos mismos, ganaron antes el premio Octavio Paz. Y deben darle el premio a quien no haya ganado el tal otro, para poner la memoria de Juan Rulfo a la altura de sus consideraciones. No sé si alguien les habrá explicado a los parientes de Juan Rulfo que heredaron la parte económica de su legado, es decir, el derecho a explotar comercialmente su obra, y a no ser que, en ese sentido comercial, hayan decidido crear a la muerte del escritor la marca Juan Rulfo®, no hay en su legado nada más que esos derechos patrimoniales por la venta de la obra. Pero esa potestad, no les da ningún derecho sobre la obra misma, no más, digamos, que la potestad que cualquier lector tiene sobre ella. Y la confusión donde se agitan es grave. El prestigio de un premio, de cualquier premio, proviene no de la alcurnia del nombre que lleva (el Príncipe de Asturias, por ejemplo) o de los merecimientos literarios de su nombre (Octavio Paz, si me permiten) sino de la lista de sus premiados. Así, Tomás Segovia, al igual que los anteriores catorce premiados, han dado lustre al nombre del premio. Y en eso, en nada desmerece el alto nombre del escritor Juan Rulfo, nombre grandioso por sus obras. Nada más, y nada menos, por sus obras. Nadie es culpable de la familia que tiene, o al menos, no del todo. Lástima de vanidades desmedidas. Sus dos libros son necesarios y definitivos, pero en Páramo no está contenida toda la literatura.
Por mí, si de algo sirve mi opinión, que le quiten el nombre y quede: Premio Tomás Segovia de Literatura Latinoamericana y del Caribe, antes conocido como “Juan Rulfo”. Las comillas, lógicamente, indican que el nombre se menciona, no se usa, y así todos en santas pascuas. Lo único lamentable, desde luego, es que estos pleitos en nada ayudan a la lectura ni de Rulfo ni de Segovia ni de nadie. Vanidad de vanidades, todo es vanidad...
Pero en la decisión ronda la vanidad y la desproporción. Señalan, sus parientes, que en los dos últimos años no han sido tratados “con las consideraciones que se merecen” ni se les ha hecho partícipe de las decisiones del Jurado. Pero hagamos un poco de historia.
A la muerte de Juan Rulfo, sus parientes, decidieron negociar las condiciones de la publicación de El Llano en llamas y Pedro Páramo, publicados desde sus inicios, desde siempre, por el Fondo de Cultura Económica. Su argumento, muy parecido al actual, era que el FCE no daba el trato adecuado a los libros de Rulfo. Pidieron un millón de dólares de adelanto para firmar un nuevo contrato. En el fondo, la editorial deseaba continuar publicando los libros, pero no tenía dinero. Se lo hicieron saber a la familia y le pidieron los derechos sólo para México. En escena entró, sin aviso y después de muchas negativas por parte de la familia a responder las comunicaciones del FCE, la agencia literaria Carmen Balcells. Pidió, entonces, para los parientes de Rulfo, la cantidad de un millón de dólares para editarlo sólo en México, pues tenía, según su dicho, oferta por millón y medio para toda lengua española. Sabemos cómo acabó la historia. Le cedieron los derechos a Planeta, muchos, que no el Fondo, han podido publicar la obra, Anagrama entre ellos, y los parientes de Rulfo recibieron el trato que merecían, valuado en dólares. Después, desde luego, retiraron los derechos y los dieron a Random House Mondadori de quien, de nuevo, dicen que no dan el trato adecuado a los libros de Rulfo y lo mandan, después de otros cinco años y vencido el contrato, con otro editor. Imagino que así seguirán con cada vencimientos y dejando una estela de ediciones autorizadas/desautorizadas.
Ahora el problema es un elogio convertido en diatriba con mala intención. Y la falta de consideraciones. ¿Cuáles son esas consideraciones que merecen? Para saberlo, preguntemónos: ¿quienes ganaron en esos dos años afrentosos el premio antes conocido como Juan Rulfo? Tomás Segovia y Juan Goytisolo. ¿Y de dónde el enojo ante estos dos premiados? Por demás obvio, lo dicen ellos mismos, ganaron antes el premio Octavio Paz. Y deben darle el premio a quien no haya ganado el tal otro, para poner la memoria de Juan Rulfo a la altura de sus consideraciones. No sé si alguien les habrá explicado a los parientes de Juan Rulfo que heredaron la parte económica de su legado, es decir, el derecho a explotar comercialmente su obra, y a no ser que, en ese sentido comercial, hayan decidido crear a la muerte del escritor la marca Juan Rulfo®, no hay en su legado nada más que esos derechos patrimoniales por la venta de la obra. Pero esa potestad, no les da ningún derecho sobre la obra misma, no más, digamos, que la potestad que cualquier lector tiene sobre ella. Y la confusión donde se agitan es grave. El prestigio de un premio, de cualquier premio, proviene no de la alcurnia del nombre que lleva (el Príncipe de Asturias, por ejemplo) o de los merecimientos literarios de su nombre (Octavio Paz, si me permiten) sino de la lista de sus premiados. Así, Tomás Segovia, al igual que los anteriores catorce premiados, han dado lustre al nombre del premio. Y en eso, en nada desmerece el alto nombre del escritor Juan Rulfo, nombre grandioso por sus obras. Nada más, y nada menos, por sus obras. Nadie es culpable de la familia que tiene, o al menos, no del todo. Lástima de vanidades desmedidas. Sus dos libros son necesarios y definitivos, pero en Páramo no está contenida toda la literatura.
Por mí, si de algo sirve mi opinión, que le quiten el nombre y quede: Premio Tomás Segovia de Literatura Latinoamericana y del Caribe, antes conocido como “Juan Rulfo”. Las comillas, lógicamente, indican que el nombre se menciona, no se usa, y así todos en santas pascuas. Lo único lamentable, desde luego, es que estos pleitos en nada ayudan a la lectura ni de Rulfo ni de Segovia ni de nadie. Vanidad de vanidades, todo es vanidad...
miércoles, enero 25, 2006
El misterio de los nones
Siempre me fascinó el misterio de los nones. De niño, si algún calcetín no hacía par, debía buscar donde estaban los nones, pues los calcetines tendían a la desaparición. Lo raro, el misterio, era que nunca coincidían esos nones pues, uno pensaba, en algún momento llegará donde los nones alguno que haga par con otro, hipótesis matemática mía de aquellos tiempos, dos nones calcetines hacen par.
Hoy hablaba con el director de la empresa de lógistica por cuyos afanes tenemos almacén y entregas y me sorprendía el caso de unos libros que, misteriosamente, desaparecieron. Nadie sabe bien a bien lo que les ha sucedido. Siendo de Mallarmé, es poco creíble la hipótesis de que hayan ido a probar suerte al otro lado de mojados, quizá, me aventuro, alguien demasiado riguroso los haya sacrificado por ilegibles, pero lo dudo. El asunto es que desaparecieron 253 ejemplares del dicho libro y no sabemos dónde quedaron. Por la mañana el sistema arrojaba su dato contundente de cero ejemplares, hacia mediodía iba por 19 ejemplares, aunque no habían movimiento alguno de esos ejemplares, no se había vendido ninguno ni mandano ninguna a librerías, de hecho teníamos reservados ciertos tantos para un pedido de una cadena. Será cuestión de tiempo, imagino, y de las urgencias reproductivas, no tanto de Mallarmé, como de los libros donde se encuentra, que lleguen a los 253 señalados. O el frío, imagino, que no es propicio al apareamiento ni al parto de los libros.
Que los libros agotados, al parecer, lo están de caminar, pues en el almacén nunca estuvieron.
Hoy hablaba con el director de la empresa de lógistica por cuyos afanes tenemos almacén y entregas y me sorprendía el caso de unos libros que, misteriosamente, desaparecieron. Nadie sabe bien a bien lo que les ha sucedido. Siendo de Mallarmé, es poco creíble la hipótesis de que hayan ido a probar suerte al otro lado de mojados, quizá, me aventuro, alguien demasiado riguroso los haya sacrificado por ilegibles, pero lo dudo. El asunto es que desaparecieron 253 ejemplares del dicho libro y no sabemos dónde quedaron. Por la mañana el sistema arrojaba su dato contundente de cero ejemplares, hacia mediodía iba por 19 ejemplares, aunque no habían movimiento alguno de esos ejemplares, no se había vendido ninguno ni mandano ninguna a librerías, de hecho teníamos reservados ciertos tantos para un pedido de una cadena. Será cuestión de tiempo, imagino, y de las urgencias reproductivas, no tanto de Mallarmé, como de los libros donde se encuentra, que lleguen a los 253 señalados. O el frío, imagino, que no es propicio al apareamiento ni al parto de los libros.
Que los libros agotados, al parecer, lo están de caminar, pues en el almacén nunca estuvieron.
El delito de la poesía
Hermosa errata. En vez de el deleite de la poesía aparece el delito de la poesía.
Realmente hermosa.
Realmente hermosa.
Libro más o libro menos
Oliveira y La Maga, contrarios y afines, como siempre, sostienen en el capítulo cuarto de su casa, Rayuela, dos teorías, no por contrarias, menos ciertas y propositivas. Para La Maga todo libro es libro menos, un libro menos por leer. Para Oliveira todo libro es libro más, un libro más leído. Y casi todas las formas de promover la lectura sostienen, en grados distintos y con entusiasmos variopintos, alguna de las dos teorías. Que la lectura sirva a propósito alguno distinto del placer y la ociosidad más pura, que ciertos libros o ciertos autores o ciertos temas han de leerse para el bienestar del lector, del educador, del político o al menos del autor son el enemigo mayor de la lectura. No hay razón alguna por la cual debamos leer. No hay, pues, posibilidad alguna de que la lectura se promueva a partir del libro menos. Por ello, la teoría de La Maga, a cuyo resguardo no pocos planes de promoción de la lectura han sido pergeñados, es punto menos que nefasta. Cuando a una lectura hermosa le sigue un cuestionario de comprensión de lectura, el crimen se ha consumado. Leer es bueno, debemos sostener, aun cuando no entienda uno nada. La lectura no debe tener fin alguno. Cuando tratamos de medir la lectura o su promoción, ya la hemos asesinado. Porque la lectura no hace a nadie mejor, ni da más armas para la vida, ni le permite a nadie enamorarse mejor ni tener mejores notas ni moverse con mejores modos por la vida. Leer es una de las actividades más inútiles y menos mensurables del mundo, leer es tan sólo el abandono a las letras en cuyo decurso se vive por mor del vivirse mismo entre sus letras. Porque toda lectura es una lectura más para nada más que la lectura misma. Un viejo proverbio chino dice que quien sabe leer y no lee es como el analfabeto. Porque leer es un don y un don precioso. Podemos, desde luego, no amar la lectura y sus tesoros maravillosos, podemos obliterar sus mundos y submundos, podemos sustraernos del encanto de sus mareas sosegadas, pero sería, desde luego, un desperdicio. Bien decía Luis Rius, no podemos vivir como si la belleza no existiera. Y todas las frases hermosas, todas las combinaciones exactas de palabras, toda la dicha dicha en palabras, toda la tristeza misteriosa contada en miles de letras y palabras, todo eso, no es nada, si nadie lee esas sus manches descifrables. Porque leer se parece más a escuchar que a comprender, a recibir más que a recabar, a querer más que a intentar. Porque la lectura tiene más de amistad que de inversión, más gozo y nada de quebranto. Porque todo plan de promoción de la lectura no debe sino dar los elementos para que todos quienes quieran leer puedan hacerlo, sin importar el lugar donde residan, la cantidad de ingresos que tengan, la años que lleven en este mundo o la actividad a la cual se dedican. Todos los libros que lean serán libros más siempre y cuando existan libros al alcance de la mano y tengan noticia de su existencia y gozo. Si deseamos promover la lectura, nada tan simple como leer gratuita y sin otra intención que el gozo mismo, en voz alta, a quien lo desee. Mucho cambiaría este país si se creara, a la manera de los profesores de educación física, lectores para todas las primarias del país, a donde fueran a leerles libros completos en voz alta y lograran que una generación completa se volviera adicta a la lectura. Y los costos, que preocupa tanto a los políticos, serían mínimos. Que todo libro sea un libro más, así de sencillo.
martes, enero 24, 2006
Educación Púbica
Cuenta un amigo editor, a mí no me consta, que alguna vez publicaron un anuncio de la Secretaría de Educación Pública con Púbica letra faltante. Quizá sea falsa errata. A saber.
Carta a mí mismo
Hace muchos años me mandé a mí mismo una carta puesta en el correo cercano para esperarla y ponerme contento con lo dicho por mí mismo. Claro, me decía lo que me decía con el nombre de otro nombre, pues pensé no tener tanta alegría si de remitente mi nombre propio quedaba escrito en mi propia carta. Y tardó muchos días en llegar, pues nuestro correo nunca ha sido lo rápido que las noticias ameritan. Mis palabras viajaron de incógnito hacia mis manos lectoras, cuando comencé a permitirme toda la curiosidad y todos los experimentos posibles. No poca de la belleza perdida del correo radicaba en la espera, ansiosa, de sus sobres voladores o rastreros. Decidí mandar esa misiva por la curiosidad de contar los días que tardaría en llegar el sobre enviado. Soso, al final, me pareció enviarlo con nada dentro, por lo cual fue menester escribir algunas líneas que, al paso de redactarlas, se convirtieron en las frases de otro alguien cuyo amistoso fervor provino de la imaginación mía, al servicio de contarme lo que a ese alguien le hubiese sucedido. Puesta a imaginar, la pluma vuela y en las fojas escritas contaba tanto y tanto que rebosaban no sólo la historia misma que contaba sino del gusto de contarla y del otro gusto, anticipado, de saber que volvería a leerla como si yo mismo no supiera lo que en esas mismas fojas me contaba. De tanto gozo contado me dio, entonces, por mandar un regalo y, al no tener nada más mano, un rojo y mugriento billete de un peso envié junto a la misiva mía. Confieso mi duda de enviar ese peso chapeteado, pues pude echarlo en falta, pero más pudo el gozo visto a la distancia que la espera, también anticipada. Regalado, pues, el peso, coloradas las fojas contadoras y testo el sobre, partí en bicicleta a dejarlo a la oficina de correos, donde compré gustoso los timbres del envío y lo deposité orgulloso en el buzón elegido. De entonces, por seguro, me nació el gusto por las cartas, tanto que, al mandar las revistas que editaba a los suscriptores generosos, mandaba una “testigo”, para medir el tiempo transcurrido hasta su llegada, la cual aguardaba constante y, no sin infantil gozo, gozaba en verdad cuando llegaba. A más de un amigo (y amiga desde luego) he tentado con la idea de escribirnos mutuas (sendas) cartas, pero mi fervor no es correspondido, aun cuando algunos, algunas veces, algo han mandado.
De pronto, insospechados, llegaron los emilios. Desgracia para mí, la múltiple y torpe confusión con el telegrama o, de plano ya, con la conversación inane. Nada tan feliz como un emilio bien escrito y mejor redactado, hecho para el goce y la degustación, enviado por el placer puro de darle a leer algo a quien sabrá leerlo y responderlo. Parecería, entonces, el más puro paraíso, pero es el infierno: faltas enormes, dolorosas, de ortografía. Anacolutos irredentos, parcas palabras. Porque todos, en todo momento, y para todo, tenemos mucha prisa, y nadie tiene tiempo, no de mandar unas líneas buenas, venerandas, siquiera generosas; nadie tiene tiempo de leer completos los emilios de más de tres líneas. ¿Cuándo dejamos de tener tiempo para no hacer nada y esperar tranquilos las cartas provechosas? Lo ignoro. Quizá sea momento de volver de nuevo a la costumbre sana de mandarme cartas a mí mismo. Los años me han enseñado que no era necesario mandar regalo alguno, el regalo mismo eran las palabras...
De pronto, insospechados, llegaron los emilios. Desgracia para mí, la múltiple y torpe confusión con el telegrama o, de plano ya, con la conversación inane. Nada tan feliz como un emilio bien escrito y mejor redactado, hecho para el goce y la degustación, enviado por el placer puro de darle a leer algo a quien sabrá leerlo y responderlo. Parecería, entonces, el más puro paraíso, pero es el infierno: faltas enormes, dolorosas, de ortografía. Anacolutos irredentos, parcas palabras. Porque todos, en todo momento, y para todo, tenemos mucha prisa, y nadie tiene tiempo, no de mandar unas líneas buenas, venerandas, siquiera generosas; nadie tiene tiempo de leer completos los emilios de más de tres líneas. ¿Cuándo dejamos de tener tiempo para no hacer nada y esperar tranquilos las cartas provechosas? Lo ignoro. Quizá sea momento de volver de nuevo a la costumbre sana de mandarme cartas a mí mismo. Los años me han enseñado que no era necesario mandar regalo alguno, el regalo mismo eran las palabras...
domingo, enero 22, 2006
Teorías de la mugre
La mugre, ese reducto en donde tan bien apacentaban algunos seres y muchas ideas, esa suciedad grasienta, como la definían los clásicos, ese producto del descuido y la dejadez, de la desidia y el abandono (de ahí su nombre, que viene de moho), del polvoso paso de los años y el lento abandono de la oscuridad y el encierro, la mugre, pues, también se vuelve macarrónica, aséptica. Si en los Cantos de Maldoror el bueno conde podía decir: Soy sucio. Los piojos me roen. Los cerdos vomitan al mirarme, ahora todo parece cuestión de perspectivas, de marcos conceptuales, de usos y costumbres. Todo a cuento porque leo un manual de conservación (Science for conservators, vol. 2. Cleaning) donde la Unidad de Conservación de la Comisión de Museos y Galerías del Reino Unido define la mugre de la manera más aséptica y políticamente correcta: la mugre es todo material que se encuentra en el lugar equivocado. No es, pues, ya la mugre sucia, no es ya lo grasiento su nota distintiva. Es sólo estar en el lugar equivocado. Desde luego, equivocado para la comisión o, en dado caso, para el conservador. En las épocas, ahora idas, de las definiciones generales, limpiar era eliminar la mugre, no desplazar los materiales a sus lugares correctos. Limpio, curioso, era lo contrario de sucio. Y lo sucio, había que limpiarlo. Y me salta de pronto el problema, definir por la excepción, imperio posmoderno. Pues, si bien es cierto, que en algunos pocos casos lo que consideramos sucio o, por extensión, inútil, no lo es en esos pocos casos y valiera llevarlo a buen resguardo, es excepción, no regla y, por ello, no podemos gobernar la práctica de la limpieza o exploración por su medio. Quieren lograr definiciones tan ligeras e inocentes, que no molesten a nadie, que olvidan el uso fundamental de una definición como la que ensayan: guiar. Porque más valdría unos cuantos consejos simples y de sentido común para el conservador, que definiciones ascépticas. Pero, curioso, al explicar las razones por las cuales ese material externo se ha unido al documento o pieza por limpiar, termina por detallar aquellas propiedades que tan bien definían a la suciedad grasienta y, previene, de la misma manera que los manuales antiguos: que nunca el remedio sea peor que la enfermedad. Que limpiar desgasta, que si algo está adherido a un documento, despegarlo sin cuidado causará daño. Pero al darle contenido a esas ideas por medio de la ciencia actual, no invalida, sino refuerza muchas de las intuiciones anteriores y permite profundizar y perfeccionar métodos nuevos. Claro, hay limpieza química inaccesible hace treinta años y compuestos insospechados. Juan Almela padre, autor del bello Higiene y terapéutica del libro, se felicitaba de haber encontrado en México el cemento Duco, con el cual logró grandes restauraciones, con los compuestos actuales, haría muchos milagros formidables, pues lograría eliminar mucha de la suciedad grasienta ante la que tuvo que reconocer su derrota en esos tiempos. Única derrota, pues sus métodos han resultado inventivos y precisos y, ay de la posmodernidad, su prosa es mil veces más limpia y pulcra que la de muchos escritores. Pues tener las ideas claras, libres de mugre, siempre ha resultado en frases cadenciosas.
sábado, enero 21, 2006
De cabeza
En diciembre de 1961, Genevieve Habert, corredera de bolsa, fue por tercera vez a la exposición de Henry Matisse en el Museo Metropolitano del Arte de Nueva York. Algo la molestaba en el dibujo Le Bateau. No tenía sentido, pensaba, que el reflejo en el agua fuera más detallado que el objeto que reflejaba. Consultó el catálogo y le dijo al guardia: ese cuadro está de cabeza, señalando en sendos tiempos el original y la fotografía en el catálogo. Luego, el curador del museo, incrédulo, se molestó. Señora, el catálogo está mal, no somos responsables de los errores de la imprenta. El propio hijo del pintor había supervisado la exposición y no había notado nada. Decepcionada por la terquedad del museo, llamó por teléfono al New York Times. Al día siguiente, el museo echó otro vistazo y balbucieron algo sobre un error en la orientación de las etiquetas. El cuadro fue puesto en pie, y el museo le otorgó la razón a Genevieve Habert. Henry Matisse ironizó: deberían darle una medalla. Más de dieciséis mil personas desfilaron frente al cuadro de cabeza sin notar nada, sin verlo.
viernes, enero 20, 2006
Patas arriba
De los ideogramas chinos dispuestos por Ezra Pound en sus Cantares, dos, al menos, están de cabeza, patas arriba, como le reclamó inmumerables veces Kenneth Rexroth a James Laughlin, el editor culpable. Cuando Rexroth hizo público el asunto, contó además que Ezra Pound estaba demasiado perdido en ese momento para notarlo y, con malevolencia, también contó que le contaron que al contarle Laughlin la anécdota a T. S. Eliot éste último rió de buena gana y remató: bueno, al fin de cuentas nadie lee chino. Por extraño que parezca, Laughlin mandó una carta donde hizo las siguientes aclaraciones: primero, Ezra había notado que esos dos caracteres estaban de cabeza y había hecho el reclamo pertinente y, segundo, la historia sobre Eliot era un invento de Rexroth, aunque dejó pasar la pregunta de si esos caracteres fueron corregidos alguna vez, o señalados. No debes ser tan provinciano, le decía Rexroth a Laughlin, los caracteres han de estar bien escritos. Ya dos años antes le había dicho que consiguiera a alguien en el barrio chino que los caligrafiara, pues Ezra en verdad lo necesitaba. Laughlin confesó a Lee Bartlett, después, cuarenta y cinco años después, que Ezra Pound debió unificar el estilo de los caracteres, pues los obtuvo de distintas personas y, al final, Dorothy y Ezra Pound dibujaron buena parte de ellos. Y, a veces, se utilizan distintas caligrafías para el mismo caracter. En el canto LXXVII podemos ver, a las claras, la caligrafía de la pareja Pound. Rexroth insistía, además, en que el orden y la dirección de los trazos no eran correctos. Asunto que Laughlin nunca atendió.
jueves, enero 19, 2006
Gore Vidal
Algunos aforismos de Gore Vidal:
Escribe algo, aunque sea una nota de siucidio.
Todo norteameticano preparado para ser presidente debiera, por definición, quedar descalificado para serlo.
La mitad de los norteamericanos nunca lee ningún periódico. La mitad nunca vota para presidente. Mi esperanza es que ambas sean la misma mitad.
Las figuras públicas actuales no son capaces de escribir sus propios discursos y libros, y hay algunas pruebas de que tampoco son capaces de leerlos.
No basta con triunfar, otros deben fracasar.
Nunca pierdas la oportunidad de coger o aparecer en televisión.
El espíritu de nuesta época es creer que cualquier hecho, no importa cuán sospechoso sea, es superior a cualquier ejercicio de imaginación, no importa cuán cierto sea.
Me encanta la manera en que logras enunciar lo obvio con aire de descubrimiento.
Me doy cuenta de que no hay actitud lo suficientemente extraña y enfermiza que no pueda, tarde o temprano, encontrarse si se viaja lo suficiente.
Escribe algo, aunque sea una nota de siucidio.
Todo norteameticano preparado para ser presidente debiera, por definición, quedar descalificado para serlo.
La mitad de los norteamericanos nunca lee ningún periódico. La mitad nunca vota para presidente. Mi esperanza es que ambas sean la misma mitad.
Las figuras públicas actuales no son capaces de escribir sus propios discursos y libros, y hay algunas pruebas de que tampoco son capaces de leerlos.
No basta con triunfar, otros deben fracasar.
Nunca pierdas la oportunidad de coger o aparecer en televisión.
El espíritu de nuesta época es creer que cualquier hecho, no importa cuán sospechoso sea, es superior a cualquier ejercicio de imaginación, no importa cuán cierto sea.
Me encanta la manera en que logras enunciar lo obvio con aire de descubrimiento.
Me doy cuenta de que no hay actitud lo suficientemente extraña y enfermiza que no pueda, tarde o temprano, encontrarse si se viaja lo suficiente.
Vidas pasadas
En ninguna de mis vidas pasadas he creído en la reencarnación, no veo razón alguna para comenzar en ésta.
Ocupado
Leo en la biografía de Alfred Tarski la siguiente anácdota: Tarski y un amigo fueron a visitar a otro de los grandes matemáticos polacos. Pese a la fama de inaccesible, deciden tocar su puerta. Después de un rato pregunta quién toca. Le piden verlo. Después de una larga pausa, les contesta, sin abrir la puerta: No, ahora no puedo, estoy muy ocupado. Vuelvan otro día y.. visiten a otra persona.
Varias son los indicios de civilidad: elegir con quien se come, con quien se duerme, qué se lee, qué se piensa y, ante todo, a quien no abrirle la puerta...
Varias son los indicios de civilidad: elegir con quien se come, con quien se duerme, qué se lee, qué se piensa y, ante todo, a quien no abrirle la puerta...
Elogio de Jantipa, la peor señora del mundo
Es fama la miseria de Jantipa, su positiva maldad, su incierta sonrisa, su ira fácil al ver a Sócrates, su esposo, causa y razón de todos sus males. Cuando Jantipa truena, dijo Sócrates tras recibir el golpe de un balde lleno de agua, el mundo llueve, al menos así rumora Diógenes Laercio. Casi todos los comentadores han hecho la condena fácil de Jantipa, y por lo bajo y entre líneas se han felicitado de su malignidad, pues obligó a Sócrates a salir de casa e ir a la plaza pública a buscar la paz y el diálogo.
A mí, lejos de esos afanes, me intrigó siempre la figura de Jantipa, nunca logré imaginarla humana, cotidiana, reclamona. Su figura física me era más incierta que la de quienes hemos de imaginarnos por su lejanía temporal. Todo eso me asombraba y me inquietaba hasta hace algunos años que se publicó La peor señora del mundo de Francisco Hinojosa con ilustraciones de El Fisgón. De pronto el misterio, para mí, quedó aclarado. Jantipa era, sin duda alguna, la peor señora del mundo. Me impuse, desde entonces, la obligación de su elogio. Cumplo ahora.
1. La peor señora del mundo es cifra de la mayor maldad. Les echa limón en los ojos a sus hijos, les da comida para perros, les da patadas con sus botas picudas. Mala, terrible, espantosa, malvadísima. La peor de las peores señoras del mundo. No bastarían todas las generaciones para listar su acciones malas, es tan mala como la más mala, pero ante todo es mala a los ojos infantiles. No es carne de psicoanálisis ni de psiquiatras, es cifra de maldad ingenua, es mala gratuitamente, sin orden ni concierto. Mala ante lo malo y mala ante lo bueno. Mala cuya maldad no tiene origen, mala por la sola razón de que la maldad es aquello que la constituye. De ahí su encanto primero. Es mala porque le hace cosas malas a los niños y a los grandes, pero es mala porque a los ojos de los niños (rezumantes de limón) sólo alguien mala sería capaz de hacer lo que hace.
El origen de la peor señora del mundo es incierto, pero podemos escuchar ecos sonoros en los gritos graves de Tronchatoro, ogro otoñal de Matilda, de Roald Dahl. Tronchatoro resume la maldad en la directora de un colegio, mala por maldad certera, pero tiene desde luego la contraparte de la señorita Miel, que es buena. Matilda no tiene padres comprensivos, son distraídos y despreocupados, malos por omisión. Y entonces quizás en ese punto esté la clave. Aquí se cifra el momento de la primera revelación. No hay mayor maldad que la maldad de la madre. Sólo la maldad absoluta es la de la madre. Tronchatoro sería Jantipa, sería la peor señora del mundo, al ser madre. Y esa fantasía permea el cuento de Hinojosa. Nuestras madres son las peores señoras del mundo pues nos obligan a hacer todo lo que es horrendo, hórrido, molesto, terrible. Lo hacen independientemente de lo que nosotros hagamos. Nunca podemos ni podremos darles gusto. Y se da ante la ausencia cierta del padre, pues si la desdicha viene en gotas pequeñas con la madre como la peor señora del mundo, sería el infierno bajo la pasiva potestad del padre. De donde la peor señora del mundo, la Jantipa universal, no tenga esposo, marido, concubino, amante o amigo cercano. Sus hijos son hijos de quién sabe quién, pues no podría haber un padre para semejantes tormentos. Así, la madre se place en darnos comida para perros, en obligarnos a las mayores ignominias, a trapear los pisos con la lengua, en compelirnos a levantar con la boca la basura y a recoger las inmundicias de los perros, en fin, en hacernos limpiar lo que no deseamos limpiar y comer lo que no deseamos comer. Y hemos de hacerlo sin justificación alguna, esa es la fantasía más clara, la enunciación de una verdad prohibida. La peor señora del mundo, nuestra madre, es ante nuestros ojos niños de maldad gratuita pero no altruista, nada lo hace por nuestro bien, ni siquiera la maldad, todo, absolutamente todo lo hace para nuestro mal. Verdad, de dicha, liberadora en su fantasía. Y sus castigos son indignos, nunca son correspondientes a la falta. La cólera hace presencia y da patadas con sus botas, pega, golpea, da cachetadas, lanza sus dardos venenosos para hacernos ver que hemos hecho mal, para hacernos ver que no merecemos nada, absolutamente nada.
La primera fantasía se cumple al reconocer la maldad de la madre. La madre es la peor señora del mundo, no hay pues ejercicio de maldad mayor ni mujer capaz de ensañarse más que en nosotros, sus hijos indefensos. Al cumplir esa maldad total en nuestra fantasía, la peor señora del mundo se torna universal, parece mito.
2. La fantasía segunda, más fina y detallada, pero no menos infantil, es que el castigo sea un premio. Nada mejoraría nuestro mundo más que nos castigaran con aquello que nos gusta e, iluminación perversa, por haber hecho aquello que deseamos. Que la falta sea lo que me gusta hacer y me castiguen por haber cometido esa falta con aquello que me gusta. Ese es el paraíso de la bondad ante la maldad más cierta. Esa es la solución radical de todo el pueblo contra la madre, la peor señora del mundo. Se le obliga a castigar con premios, lo más cercano al paraíso. E, insisto, es una solución infantil. Que la peor señora del mundo me imponga por castigo lo que más me guste.
Después de la primera fantasía llega la solución perfecta. Que ella sea feliz al castigarme siempre y cuando a mi me gusten los castigos. Simbiosis de exquisitez extrema, la madre mala podrá cumplir con su oficio desgarrador para nosotros siempre y cuando lo cumpla haciéndonos un bien, el bien que nosotros deseamos.
3. La solución intermedia permite el giro total. Hemos de alejarnos, irnos, con infantil simpleza, que ya nos extrañarán. Pero la peor señora del mundo será capaz de engañarnos con tal de que regresemos y logre encerrarnos dentro de una ciudad amurallada mientras dormimos. Cuán infantil la magia de la madre mientras dormimos. No sabemos cómo, no sabemos dónde, no sabemos de qué forma, pero la madre mientras dormimos es capaz de engendrar, de cambiar, de transformarse e, incluso, de construir una muralla en una sola noche sin que tengamos noticia de que alguien antes lo hubiera hecho. El misterio de la madre es nocturno, la peor señora del mundo se complace en utilizarlo.
4. Pero examinemos con cuidado el desenlace. Hijos amorosos como son todos los hijos, no podemos dejar que la peor señora del mundo sufra. La peor señora del mundo es nuestra peor señora del mundo y la fantasía se cumple para el bien de todos y nos deja catárticos, tranquilos. Nos instalamos en el paraíso sin que se entere el monstruo jantipesco, al instalarnos en él cumplimos las exigencias de ella, pues ella cree que lo que hace, hacernos un bien, en realidad nos causa un daño. Ella no cambió y sigue siendo quien es, sigue disfrutando de su absoluta maldad a cambio de hacernos maravillas. En esta ingenuidad mayor se cifra la bondad de la historia, su carácter infantil y liberador. La gracia del guiño de ojo.
5. La peor señora del mundo representa mucho de lo mejor de la literatura infantil, que las épocas de corrección piden llamar literatura escrita para niños. Pero nada más falso, el libro no está escrito para niños, está escrito como si se fuera un niño, sus imágenes, sus problemas, sus soluciones son las de los niños. Ese es el valor mayor de La peor señora del mundo. Escritores infantiles hay que debieran ser denunciados ante el Ministerio Público por maltrato infantil, los más por estupidez extrema. Otros yerran de época, no han logrado salir del siglo diecinueve.
Ni diminutivos, ni glosas, ni enseñanzas, ni amenazas, La peor señora del mundo es el puro goce de la fantasía, de una fantasía liberadora, llevada al extremo. Esa, creemos, es la función de la literatura. Llevar al extremo las opiniones, creencias, temores, obsesiones, miedos, fantasías y horrores de una época. Pocos se atreven a intentarlo desde la perspectiva infantil y de quienes lo intentan pocos logran estar a la altura de su reto. El libro es, ante todo, expresión de una fantasía que debe acallarse. Y de ahí tan liberadora. El gozo de leer el libro radica en reír, en poder enfrentar a la peor señora del mundo ya sin miedo, en su absoluta y total humanidad.
6. Termino el elogio agradecido, sobre todo, por la libertad creadora y la infantil literatura encarnada en el libro. Otros maldigan a Jantipa, yo la quiero por ser La peor señora del mundo.
A mí, lejos de esos afanes, me intrigó siempre la figura de Jantipa, nunca logré imaginarla humana, cotidiana, reclamona. Su figura física me era más incierta que la de quienes hemos de imaginarnos por su lejanía temporal. Todo eso me asombraba y me inquietaba hasta hace algunos años que se publicó La peor señora del mundo de Francisco Hinojosa con ilustraciones de El Fisgón. De pronto el misterio, para mí, quedó aclarado. Jantipa era, sin duda alguna, la peor señora del mundo. Me impuse, desde entonces, la obligación de su elogio. Cumplo ahora.
1. La peor señora del mundo es cifra de la mayor maldad. Les echa limón en los ojos a sus hijos, les da comida para perros, les da patadas con sus botas picudas. Mala, terrible, espantosa, malvadísima. La peor de las peores señoras del mundo. No bastarían todas las generaciones para listar su acciones malas, es tan mala como la más mala, pero ante todo es mala a los ojos infantiles. No es carne de psicoanálisis ni de psiquiatras, es cifra de maldad ingenua, es mala gratuitamente, sin orden ni concierto. Mala ante lo malo y mala ante lo bueno. Mala cuya maldad no tiene origen, mala por la sola razón de que la maldad es aquello que la constituye. De ahí su encanto primero. Es mala porque le hace cosas malas a los niños y a los grandes, pero es mala porque a los ojos de los niños (rezumantes de limón) sólo alguien mala sería capaz de hacer lo que hace.
El origen de la peor señora del mundo es incierto, pero podemos escuchar ecos sonoros en los gritos graves de Tronchatoro, ogro otoñal de Matilda, de Roald Dahl. Tronchatoro resume la maldad en la directora de un colegio, mala por maldad certera, pero tiene desde luego la contraparte de la señorita Miel, que es buena. Matilda no tiene padres comprensivos, son distraídos y despreocupados, malos por omisión. Y entonces quizás en ese punto esté la clave. Aquí se cifra el momento de la primera revelación. No hay mayor maldad que la maldad de la madre. Sólo la maldad absoluta es la de la madre. Tronchatoro sería Jantipa, sería la peor señora del mundo, al ser madre. Y esa fantasía permea el cuento de Hinojosa. Nuestras madres son las peores señoras del mundo pues nos obligan a hacer todo lo que es horrendo, hórrido, molesto, terrible. Lo hacen independientemente de lo que nosotros hagamos. Nunca podemos ni podremos darles gusto. Y se da ante la ausencia cierta del padre, pues si la desdicha viene en gotas pequeñas con la madre como la peor señora del mundo, sería el infierno bajo la pasiva potestad del padre. De donde la peor señora del mundo, la Jantipa universal, no tenga esposo, marido, concubino, amante o amigo cercano. Sus hijos son hijos de quién sabe quién, pues no podría haber un padre para semejantes tormentos. Así, la madre se place en darnos comida para perros, en obligarnos a las mayores ignominias, a trapear los pisos con la lengua, en compelirnos a levantar con la boca la basura y a recoger las inmundicias de los perros, en fin, en hacernos limpiar lo que no deseamos limpiar y comer lo que no deseamos comer. Y hemos de hacerlo sin justificación alguna, esa es la fantasía más clara, la enunciación de una verdad prohibida. La peor señora del mundo, nuestra madre, es ante nuestros ojos niños de maldad gratuita pero no altruista, nada lo hace por nuestro bien, ni siquiera la maldad, todo, absolutamente todo lo hace para nuestro mal. Verdad, de dicha, liberadora en su fantasía. Y sus castigos son indignos, nunca son correspondientes a la falta. La cólera hace presencia y da patadas con sus botas, pega, golpea, da cachetadas, lanza sus dardos venenosos para hacernos ver que hemos hecho mal, para hacernos ver que no merecemos nada, absolutamente nada.
La primera fantasía se cumple al reconocer la maldad de la madre. La madre es la peor señora del mundo, no hay pues ejercicio de maldad mayor ni mujer capaz de ensañarse más que en nosotros, sus hijos indefensos. Al cumplir esa maldad total en nuestra fantasía, la peor señora del mundo se torna universal, parece mito.
2. La fantasía segunda, más fina y detallada, pero no menos infantil, es que el castigo sea un premio. Nada mejoraría nuestro mundo más que nos castigaran con aquello que nos gusta e, iluminación perversa, por haber hecho aquello que deseamos. Que la falta sea lo que me gusta hacer y me castiguen por haber cometido esa falta con aquello que me gusta. Ese es el paraíso de la bondad ante la maldad más cierta. Esa es la solución radical de todo el pueblo contra la madre, la peor señora del mundo. Se le obliga a castigar con premios, lo más cercano al paraíso. E, insisto, es una solución infantil. Que la peor señora del mundo me imponga por castigo lo que más me guste.
Después de la primera fantasía llega la solución perfecta. Que ella sea feliz al castigarme siempre y cuando a mi me gusten los castigos. Simbiosis de exquisitez extrema, la madre mala podrá cumplir con su oficio desgarrador para nosotros siempre y cuando lo cumpla haciéndonos un bien, el bien que nosotros deseamos.
3. La solución intermedia permite el giro total. Hemos de alejarnos, irnos, con infantil simpleza, que ya nos extrañarán. Pero la peor señora del mundo será capaz de engañarnos con tal de que regresemos y logre encerrarnos dentro de una ciudad amurallada mientras dormimos. Cuán infantil la magia de la madre mientras dormimos. No sabemos cómo, no sabemos dónde, no sabemos de qué forma, pero la madre mientras dormimos es capaz de engendrar, de cambiar, de transformarse e, incluso, de construir una muralla en una sola noche sin que tengamos noticia de que alguien antes lo hubiera hecho. El misterio de la madre es nocturno, la peor señora del mundo se complace en utilizarlo.
4. Pero examinemos con cuidado el desenlace. Hijos amorosos como son todos los hijos, no podemos dejar que la peor señora del mundo sufra. La peor señora del mundo es nuestra peor señora del mundo y la fantasía se cumple para el bien de todos y nos deja catárticos, tranquilos. Nos instalamos en el paraíso sin que se entere el monstruo jantipesco, al instalarnos en él cumplimos las exigencias de ella, pues ella cree que lo que hace, hacernos un bien, en realidad nos causa un daño. Ella no cambió y sigue siendo quien es, sigue disfrutando de su absoluta maldad a cambio de hacernos maravillas. En esta ingenuidad mayor se cifra la bondad de la historia, su carácter infantil y liberador. La gracia del guiño de ojo.
5. La peor señora del mundo representa mucho de lo mejor de la literatura infantil, que las épocas de corrección piden llamar literatura escrita para niños. Pero nada más falso, el libro no está escrito para niños, está escrito como si se fuera un niño, sus imágenes, sus problemas, sus soluciones son las de los niños. Ese es el valor mayor de La peor señora del mundo. Escritores infantiles hay que debieran ser denunciados ante el Ministerio Público por maltrato infantil, los más por estupidez extrema. Otros yerran de época, no han logrado salir del siglo diecinueve.
Ni diminutivos, ni glosas, ni enseñanzas, ni amenazas, La peor señora del mundo es el puro goce de la fantasía, de una fantasía liberadora, llevada al extremo. Esa, creemos, es la función de la literatura. Llevar al extremo las opiniones, creencias, temores, obsesiones, miedos, fantasías y horrores de una época. Pocos se atreven a intentarlo desde la perspectiva infantil y de quienes lo intentan pocos logran estar a la altura de su reto. El libro es, ante todo, expresión de una fantasía que debe acallarse. Y de ahí tan liberadora. El gozo de leer el libro radica en reír, en poder enfrentar a la peor señora del mundo ya sin miedo, en su absoluta y total humanidad.
6. Termino el elogio agradecido, sobre todo, por la libertad creadora y la infantil literatura encarnada en el libro. Otros maldigan a Jantipa, yo la quiero por ser La peor señora del mundo.
miércoles, enero 18, 2006
La falsa tragedia de Dana Giogia
Pagana por antonomasia, la tragedia griega se ciñe al conflicto del héroe o la heroína entre su destino y la catástrofe. La urgencia, la más pura urgencia llega al héroe y lo atrapa, puede ser el deseo carnal, de venganza, de salvación o de castigo, puede ser la iniciación a algo que no por ser un mandato deja su carácter terrorífico. Y son héroes o heroínas sus personajes porque eligen su destino, lo enfrentan. No lo acallan, ni lo analizan ni lo hunden en fármacos controlados. Lo enfrentan. Dana Giogia, poeta norteamericano de obvio origen, llevaba una vida tranquila, típica de cualquier héroe a la espera de su destino. “La poesía, para mí, casi es un llamado religioso. Creo que la poesía articula una parte esencial de la conciencia humana.” Refiere el New York Times del 16 de agosto de 1992 estos dichos de Giogia. En enero de ese año había sentido el llamado y renunció a la vicepresidencia de la Kraft General Foods para convertirse en escritor de tiempo completo, según sus palabras y si algo tan monstruoso pudiera existir.
Su llamado, según lo escuchó en ese entonces, le pedía dos asuntos graves e importantes: primero, volver el dinero asunto poético, pues pese a ser parte fundamental de la vida norteamericana, no hay un solo poeta dedicado a tema tan huidizo. Ya Wallace Stevens había sentenciado: “El dinero es una forma de poesía”, sin abundar, como bien señaló Gioia en su artículo sobre ese tema. Y el segundo llamado era igual de importante, devolverle a la poesía sus lectores educados.
Hace ya 11 años publicó su libro Can poetry matter? (¿Todavía importa la poesía?, quizás lo hubiera llamado algún editor mexicano) donde intenta un análisis sólido y profundo de la carencia de importancia de la poesía en la vida cultural actual y un diagnóstico de las causas de ese falta de importancia. Ensayaré un resumen de sus argumentos.
Los poetas se ganaban la vida de las más diversas y variadas maneras. Nunca pretendieron dedicarse a ser poetas, eran poetas de ratos libres, eran muchas otras cosas además de poetas. Y por ser muchas otras cosas la poesía norteamericana era plena de temas y colores. Con el tiempo, inició la actividad académica de la poesía. Con ella vinieron las cátedras, los programas de enseñanza de escritura (nuestros talleres literarios, que en Estados Unidos tomaron carta de ciudadanía académica y produjeron cantidades enormes de poetas titulados) y becas, apoyos, residencias y premios. La poesía, pues, se convirtió en una actividad, en una burocracia. Y como toda burocracia precisa de jerarquías, organigramas, escalafones y métodos de evaluación objetivos, es decir, cuantitativos. Pues para lograr la primera beca para escribir poesía hay que ingresar a un programa que enseñe a escribirla o demostrar con unos cuantos libros que se es poeta. Antes, se era poeta cuando los otros poetas lo consideraban a uno poeta. Ahora se debe mostrar, en primer lugar, los libros publicados y, después, cartas de recomendación de otros poetas. La explosión demográfica fue evidente y la publicación de libros de poemas otro tanto. Para pertenecer al selecto y ahora bien remunerado círculo de poetas había que tener libros publicados regularmente y recomendaciones de buenos poetas. La calidad menguó hasta ser la excepción y la crítica desapareció, nadie osó hablar ya mal de nadie so pena de perder algún premio o alguna beca. Y todos se dedicaron felices al duelo de alabanzas y júbilos. Todos guardaron silencio ante lo que les disgustaba y aprendieron a elogiar sin leer libros y a festejar la sola aparición del libro, pues era de suyo festejable. Las antologías dieron paso a los censos poéticos. Los censos se tornaron directorios. Antes ser incluido significaba algo, ahora ser excluido significa que el departamento académico está en problemas o que los departamentos de los antologadores lo estarán. En épocas de repartos de utilidades poéticas tan democráticos y consensuados, mujeres, minorías y excluidos van primero. Se cumplen cuotas. Y la poesía brilla cada vez más por su ausencia. Pero ya la decadencia plena y total es que ante tamaña proliferación ni siquiera los lectores profesionales de poesía la leen. Vamos, ya ni siquiera entre colegas. Todo es una simulación. Todo es el reparto del sabroso y generoso pastel de los apoyos para la poesía. Se llega a tener a un poeta oficial (laureado o premiado le llaman) en cada uno de los estados. Cargo con cargo al erario y cuya labor es vigilar la salud poética de la nación, a quien le importa un rábano (poco pensante, por lo demás) no sólo la salud de su poesía, sino su existencia misma. Hay que regresar a los orígenes y leer poesía, incluso en voz alta. Llevar la poesía a la gente y dejar de estar preocupados por el rango y el salario. Hasta aquí los argumentos de Giogia.
Pero Giogia nunca previó el humorismo de los dioses. Al paso de los años, de 11 años exactos, nuestro héroe, después de sumergirse en la escritura y en publicar varios libros y algunos ensayos recordables, tuvo que enfrentar como pocos su destino. Fue nombrado presidente del Fondo Nacional para las Artes de Estados Unidos de América, cabeza clara e indiscutible de la decadencia poética que él mismo había denunciado. Desde luego enfrentó su destino aciago y dejó todo: convicciones, creencias, escritura y asumió la dicha presidencia para aniquilar el monstruo desde adentro. El primer resultado fue claro y contundente, su libro de 1992 fue reeditado a la velocidad del rayo.
“Mi papel como poeta es encontrar términos legítimos para alabar el mundo que nos rodea”. Alabad al Fondo Nacional para las Artes porque es bueno, porque para siempre es su misericordia. Nada pues tan trágico para nuestros héroe como ser repartidor de dones ajenos para aniquilar la imaginación poética. “Mi vida constreñida [de alto ejecutivo] me dio la libertad de imaginación necesaria para crecer como artista”, nos cuenta. Y lejos de desearles tamañas libertades a sus pares, intentará darles becas y subsidios para evitarles la pena de sentirse constreñidos. Quizá, vengándose de los dioses perversos, intente llevar una vida odiosa y constreñida para volverse grande como artista. La ironía feliz, ni duda cabe, sería que recibiera una beca para escribir poesía en sus ratos libres, que no son muchos, puede debe repartir mucho dinero.
PD. Me asalta una duda, ¿no será Dana Gioia el más fino ironista de la historia? En su artículo señala que los subsidios, becas y premios son de interés del productor (el poeta) no del consumidor (el lector, quizá la cultura). En un arrebato heroico, Dana Gioia quizá intente invertir el problema y darnos una solución exquisita. Cambiar los estímulos y becas de tal suerte que en vez de darle dinero a las granjas para que produzcan algo que nadie quiere (el símil es todo suyo) les dará dinero para que no hagan nada y la salud de la poesía regrese a la palestra, dado que “el placer estético no necesita justificación, pues una vida sin ese placer no vale la pena de vivirse”, sobre todo sin becas. Que sin poesía hasta los poetas la han ido pasando, “no tan bien como los dermatólogos”, aclara Gioia, “pero mejor que en las garras de la bohemia”. Alabado sea.
Su llamado, según lo escuchó en ese entonces, le pedía dos asuntos graves e importantes: primero, volver el dinero asunto poético, pues pese a ser parte fundamental de la vida norteamericana, no hay un solo poeta dedicado a tema tan huidizo. Ya Wallace Stevens había sentenciado: “El dinero es una forma de poesía”, sin abundar, como bien señaló Gioia en su artículo sobre ese tema. Y el segundo llamado era igual de importante, devolverle a la poesía sus lectores educados.
Hace ya 11 años publicó su libro Can poetry matter? (¿Todavía importa la poesía?, quizás lo hubiera llamado algún editor mexicano) donde intenta un análisis sólido y profundo de la carencia de importancia de la poesía en la vida cultural actual y un diagnóstico de las causas de ese falta de importancia. Ensayaré un resumen de sus argumentos.
Los poetas se ganaban la vida de las más diversas y variadas maneras. Nunca pretendieron dedicarse a ser poetas, eran poetas de ratos libres, eran muchas otras cosas además de poetas. Y por ser muchas otras cosas la poesía norteamericana era plena de temas y colores. Con el tiempo, inició la actividad académica de la poesía. Con ella vinieron las cátedras, los programas de enseñanza de escritura (nuestros talleres literarios, que en Estados Unidos tomaron carta de ciudadanía académica y produjeron cantidades enormes de poetas titulados) y becas, apoyos, residencias y premios. La poesía, pues, se convirtió en una actividad, en una burocracia. Y como toda burocracia precisa de jerarquías, organigramas, escalafones y métodos de evaluación objetivos, es decir, cuantitativos. Pues para lograr la primera beca para escribir poesía hay que ingresar a un programa que enseñe a escribirla o demostrar con unos cuantos libros que se es poeta. Antes, se era poeta cuando los otros poetas lo consideraban a uno poeta. Ahora se debe mostrar, en primer lugar, los libros publicados y, después, cartas de recomendación de otros poetas. La explosión demográfica fue evidente y la publicación de libros de poemas otro tanto. Para pertenecer al selecto y ahora bien remunerado círculo de poetas había que tener libros publicados regularmente y recomendaciones de buenos poetas. La calidad menguó hasta ser la excepción y la crítica desapareció, nadie osó hablar ya mal de nadie so pena de perder algún premio o alguna beca. Y todos se dedicaron felices al duelo de alabanzas y júbilos. Todos guardaron silencio ante lo que les disgustaba y aprendieron a elogiar sin leer libros y a festejar la sola aparición del libro, pues era de suyo festejable. Las antologías dieron paso a los censos poéticos. Los censos se tornaron directorios. Antes ser incluido significaba algo, ahora ser excluido significa que el departamento académico está en problemas o que los departamentos de los antologadores lo estarán. En épocas de repartos de utilidades poéticas tan democráticos y consensuados, mujeres, minorías y excluidos van primero. Se cumplen cuotas. Y la poesía brilla cada vez más por su ausencia. Pero ya la decadencia plena y total es que ante tamaña proliferación ni siquiera los lectores profesionales de poesía la leen. Vamos, ya ni siquiera entre colegas. Todo es una simulación. Todo es el reparto del sabroso y generoso pastel de los apoyos para la poesía. Se llega a tener a un poeta oficial (laureado o premiado le llaman) en cada uno de los estados. Cargo con cargo al erario y cuya labor es vigilar la salud poética de la nación, a quien le importa un rábano (poco pensante, por lo demás) no sólo la salud de su poesía, sino su existencia misma. Hay que regresar a los orígenes y leer poesía, incluso en voz alta. Llevar la poesía a la gente y dejar de estar preocupados por el rango y el salario. Hasta aquí los argumentos de Giogia.
Pero Giogia nunca previó el humorismo de los dioses. Al paso de los años, de 11 años exactos, nuestro héroe, después de sumergirse en la escritura y en publicar varios libros y algunos ensayos recordables, tuvo que enfrentar como pocos su destino. Fue nombrado presidente del Fondo Nacional para las Artes de Estados Unidos de América, cabeza clara e indiscutible de la decadencia poética que él mismo había denunciado. Desde luego enfrentó su destino aciago y dejó todo: convicciones, creencias, escritura y asumió la dicha presidencia para aniquilar el monstruo desde adentro. El primer resultado fue claro y contundente, su libro de 1992 fue reeditado a la velocidad del rayo.
“Mi papel como poeta es encontrar términos legítimos para alabar el mundo que nos rodea”. Alabad al Fondo Nacional para las Artes porque es bueno, porque para siempre es su misericordia. Nada pues tan trágico para nuestros héroe como ser repartidor de dones ajenos para aniquilar la imaginación poética. “Mi vida constreñida [de alto ejecutivo] me dio la libertad de imaginación necesaria para crecer como artista”, nos cuenta. Y lejos de desearles tamañas libertades a sus pares, intentará darles becas y subsidios para evitarles la pena de sentirse constreñidos. Quizá, vengándose de los dioses perversos, intente llevar una vida odiosa y constreñida para volverse grande como artista. La ironía feliz, ni duda cabe, sería que recibiera una beca para escribir poesía en sus ratos libres, que no son muchos, puede debe repartir mucho dinero.
PD. Me asalta una duda, ¿no será Dana Gioia el más fino ironista de la historia? En su artículo señala que los subsidios, becas y premios son de interés del productor (el poeta) no del consumidor (el lector, quizá la cultura). En un arrebato heroico, Dana Gioia quizá intente invertir el problema y darnos una solución exquisita. Cambiar los estímulos y becas de tal suerte que en vez de darle dinero a las granjas para que produzcan algo que nadie quiere (el símil es todo suyo) les dará dinero para que no hagan nada y la salud de la poesía regrese a la palestra, dado que “el placer estético no necesita justificación, pues una vida sin ese placer no vale la pena de vivirse”, sobre todo sin becas. Que sin poesía hasta los poetas la han ido pasando, “no tan bien como los dermatólogos”, aclara Gioia, “pero mejor que en las garras de la bohemia”. Alabado sea.
Erratas eminentes
Equivocación material, arrebato del azar, constancia de la imperfección, loa divina, yerro inmarcesible, escarnio y mofa de editores, carne de tragedia, catástrofe, sonrisa, piojo, mancha, la errata cifra y descifra las virtudes y obsesiones de autores y editores. Curioso, ningún lector repara en ellas más allá de su plana y llana existencia. Nadie, hasta donde me es dado saber, dice: Excelente restaurante, pero tiene el menú plagado de erratas. Nadie, tampoco, excelente libro, pero demasiado graso el papel para mi gusto.
Las erratas desesperan, pero ante todo desesperan a quienes de escritores tienen el oficio de por medio. Sólo los profesionales parecen molestarse con las muchas o pocas erratas de una obra. Porque seamos francos, los lectores nunca leen las erratas, leen las obras, aquello por cuyo material están elaboradas y cinceladas. Quien de escribir conoce el oficio de las normas materiales, olvida la fuerza de las palabras. Escribir nunca ha sido escribir bien (tampoco escribir mal, debo añadir apresurado), escribir es decir, por cualquier método y medio necesarios, aquello dicho, bien o mal, con o sin corrección. Queda claro pues el fallo de las lantejas del Quijote, lentejas en verdad, aun cuando nadie haya querido todavía corregir la errata (por demás eminente). Pero las erratas son máquinas poéticas portentosas, dignas de algún programador ingenioso para construir un programa generador de erratas. Paso a relatar algunas de las mejores encontradas al desgaire en labores editoriales varias relatadas por amigos (y algunos enemigos) para divertimento general.
De las finanzas a la zoología fantástica, en cierto libro soporífero se leía de la existencia de cerditos hipotecarios en vez de créditos hipotecarios. Siempre he sentido un afecto malsano y solidario por esos cerditos hipotecarios, y por sus parientes los cerditos prendarios, los cerditos quirografarios y los cerditos a la palabra. Nunca, como entonces, la maquinaria feliz de las erratas creó tanta belleza con tan poco.
De las diversas y dolientes costumbres de nuestra especie, es digno de asombro, elogio y recomendación mentar las costumbres inveteradas, todos parecen entender y dar por sentado su importancia. Pero las costumbres invertebradas no queda claro cómo refieren a nuestras especie, o quizá es ironía sobre nuestra degradación cucarachesca.
El amor loco de Breton quizás haya tenido seguidores y al declarar el amor por muchos dicen estar enamorados locamente; cierto texto logró hacer decir a alguien: estoy enamorado localmente, amor lleno de geografías y fetichismos, glorioso y localizable.
Hay erratas, incluso, sin serlo en todo el sentido de la palabra. Si el palíndroma Oír a Darío lo revisa algún oligofrénico titulado, deja algo como Escuchar a Darío (oír a derachucse), lo cual me recuerda el genial de Camina la plantígrada por Anda la osa. Pero quiero referirme a uno mejor. Hace muchos años, más de veinte, iniciaban los programas de traducción mecánica. Entusiasmado y deseoso, comencé a jugar con uno de ellos y a tratar de verter frases simples del español al inglés y, luego, verter la frase obtenida en inglés al español de nuevo. Logré dos resultados asombrosos y nunca intenté de nuevo, no por razón distinta a mi carencia de computadora. Escribí para el primer intento: Prueba de control. Soso, tonto, simple. Cuando regresó al español después de pasar por las interpretaciones del programa no podría creerlo, el resultado fue: El gusto del mando. Santas traducciones, quizá haya exclamado. Probar, degustar, gustar, gusto. Control, supervisión, mando. De alguna manera esas familias semánticas, esos sentidos se revolvieron. Los caminos elegidos ciñeron el sentido y terminaron en eso. Pero nada me preparó para el siguiente resultado. Pensé en lo más simple de todo, en algo con nombre y sin dar lugar a ninguna anfibología, ni siquiera a la más tímida de las ambigüedades. Escribí, seguro y tranquilo, gato hidráulico. Pensé: algo así no debe crear el menor problema. Llegó al inglés y de inmediato regresó al español. Por desgracia he olvidado las frases inglesas intermedias, darían indicios de los malos entendidos del programa. El resultado fue prodigioso, nació la máquina poética perfecta. Imaginé una productora de versos y metáforas a destajo y al mayoreo. La máquina desplegó la frase contundente, el acierto mayor, el hallazgo fantástico:
Tigre de agua
sólo la sorpresa pudo evitar, supongo, ponerme de hinojos. Tigre de agua. Del León de sal su marina designación es bastante clara. Tigre de agua, ¿el tiburón? Quizá, desconozco el lenguaje de las máquinas para poder asegurarlo.
¿Cuántas erratas soporta un libro? No lo sé, ni me interesa saberlo. Los libros han de estar cuidados, ser dignos, bien hechos, de factura buena, pero ante todo los libros deber decir algo y decirlo con todos los medios disponibles. No creo en quienes para hablar sólo tienen oficio y nada por decir. Descreo de la adjetivación precisa y mojigata, correcta y dulce. Debe decírsele a las cosas por el nombre cierto del escritor. Y cualquier buen libro soporta no sólo las erratas, soporta incluso las malas ediciones, pues muchos libros del momento sólo tienen de recomendable sus buenas ediciones. Incluso los hay cuyo mérito total radica en su portada.
Ninguna errata ha puesto en riesgo el precario equilibrio del universo. Ninguna errata ha logrado terminar con la carrera de ninguno de los escritores aterrados por su existencia. Ninguna errata ha logrado empequeñecer a Cervantes, a Quevedo o a Shakespeare. Las erratas, pues, sirven de cedazo. Los malos libros no las soportan, las malas obras caen bajo su peso. Sería bueno recordarlo al tropezarnos con una errata invertebrada...
Las erratas desesperan, pero ante todo desesperan a quienes de escritores tienen el oficio de por medio. Sólo los profesionales parecen molestarse con las muchas o pocas erratas de una obra. Porque seamos francos, los lectores nunca leen las erratas, leen las obras, aquello por cuyo material están elaboradas y cinceladas. Quien de escribir conoce el oficio de las normas materiales, olvida la fuerza de las palabras. Escribir nunca ha sido escribir bien (tampoco escribir mal, debo añadir apresurado), escribir es decir, por cualquier método y medio necesarios, aquello dicho, bien o mal, con o sin corrección. Queda claro pues el fallo de las lantejas del Quijote, lentejas en verdad, aun cuando nadie haya querido todavía corregir la errata (por demás eminente). Pero las erratas son máquinas poéticas portentosas, dignas de algún programador ingenioso para construir un programa generador de erratas. Paso a relatar algunas de las mejores encontradas al desgaire en labores editoriales varias relatadas por amigos (y algunos enemigos) para divertimento general.
De las finanzas a la zoología fantástica, en cierto libro soporífero se leía de la existencia de cerditos hipotecarios en vez de créditos hipotecarios. Siempre he sentido un afecto malsano y solidario por esos cerditos hipotecarios, y por sus parientes los cerditos prendarios, los cerditos quirografarios y los cerditos a la palabra. Nunca, como entonces, la maquinaria feliz de las erratas creó tanta belleza con tan poco.
De las diversas y dolientes costumbres de nuestra especie, es digno de asombro, elogio y recomendación mentar las costumbres inveteradas, todos parecen entender y dar por sentado su importancia. Pero las costumbres invertebradas no queda claro cómo refieren a nuestras especie, o quizá es ironía sobre nuestra degradación cucarachesca.
El amor loco de Breton quizás haya tenido seguidores y al declarar el amor por muchos dicen estar enamorados locamente; cierto texto logró hacer decir a alguien: estoy enamorado localmente, amor lleno de geografías y fetichismos, glorioso y localizable.
Hay erratas, incluso, sin serlo en todo el sentido de la palabra. Si el palíndroma Oír a Darío lo revisa algún oligofrénico titulado, deja algo como Escuchar a Darío (oír a derachucse), lo cual me recuerda el genial de Camina la plantígrada por Anda la osa. Pero quiero referirme a uno mejor. Hace muchos años, más de veinte, iniciaban los programas de traducción mecánica. Entusiasmado y deseoso, comencé a jugar con uno de ellos y a tratar de verter frases simples del español al inglés y, luego, verter la frase obtenida en inglés al español de nuevo. Logré dos resultados asombrosos y nunca intenté de nuevo, no por razón distinta a mi carencia de computadora. Escribí para el primer intento: Prueba de control. Soso, tonto, simple. Cuando regresó al español después de pasar por las interpretaciones del programa no podría creerlo, el resultado fue: El gusto del mando. Santas traducciones, quizá haya exclamado. Probar, degustar, gustar, gusto. Control, supervisión, mando. De alguna manera esas familias semánticas, esos sentidos se revolvieron. Los caminos elegidos ciñeron el sentido y terminaron en eso. Pero nada me preparó para el siguiente resultado. Pensé en lo más simple de todo, en algo con nombre y sin dar lugar a ninguna anfibología, ni siquiera a la más tímida de las ambigüedades. Escribí, seguro y tranquilo, gato hidráulico. Pensé: algo así no debe crear el menor problema. Llegó al inglés y de inmediato regresó al español. Por desgracia he olvidado las frases inglesas intermedias, darían indicios de los malos entendidos del programa. El resultado fue prodigioso, nació la máquina poética perfecta. Imaginé una productora de versos y metáforas a destajo y al mayoreo. La máquina desplegó la frase contundente, el acierto mayor, el hallazgo fantástico:
Tigre de agua
sólo la sorpresa pudo evitar, supongo, ponerme de hinojos. Tigre de agua. Del León de sal su marina designación es bastante clara. Tigre de agua, ¿el tiburón? Quizá, desconozco el lenguaje de las máquinas para poder asegurarlo.
¿Cuántas erratas soporta un libro? No lo sé, ni me interesa saberlo. Los libros han de estar cuidados, ser dignos, bien hechos, de factura buena, pero ante todo los libros deber decir algo y decirlo con todos los medios disponibles. No creo en quienes para hablar sólo tienen oficio y nada por decir. Descreo de la adjetivación precisa y mojigata, correcta y dulce. Debe decírsele a las cosas por el nombre cierto del escritor. Y cualquier buen libro soporta no sólo las erratas, soporta incluso las malas ediciones, pues muchos libros del momento sólo tienen de recomendable sus buenas ediciones. Incluso los hay cuyo mérito total radica en su portada.
Ninguna errata ha puesto en riesgo el precario equilibrio del universo. Ninguna errata ha logrado terminar con la carrera de ninguno de los escritores aterrados por su existencia. Ninguna errata ha logrado empequeñecer a Cervantes, a Quevedo o a Shakespeare. Las erratas, pues, sirven de cedazo. Los malos libros no las soportan, las malas obras caen bajo su peso. Sería bueno recordarlo al tropezarnos con una errata invertebrada...
Perversiones
Algo hago mal, que termino por borrar la bitácora ya con una regularidad sospechosa.
Pero seguiré intentando, quizá, algún día, permanezca un poco más de lo que ha permanecido.
Pero seguiré intentando, quizá, algún día, permanezca un poco más de lo que ha permanecido.
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