Despertar siempre es un acontecimiento. Cabría señalar la cifra de las filosofías todas por el modo y manera en que se despierta al mundo. Hay quien al despertar cierra los ojos de nuevo e implora que el mundo se haya desvanecido, que la cama misma sea una ilusión y el sueño invada de nuevo para disolver al mundo. Pues si el mundo no fuera sino la interpretación mía, si el mundo no fuera sino la representación toda que de toda la realidad hago de todo, cerrar los ojos sería disolver el mundo y concentrarme en la nada buena de no pensar en nada y soñar, siquiera despierto. Hay quien nombra al mundo y lo descubre cada mañana y saluda, buenos días, animales, plantas y cosas, planetas y estrellas del universo. Hay, otros, que se levantan de golpe y comienzan industriosos su día, listos para cualquier menester que menester haya. Otros que necesitan escuchar su voz o la de otros, en radio o televisión, para que el fluir sustantivo y adjetivo de las cosas comience a permitirle seguir su senda por el mundo. Y, algunos más, quienes el sueño es ya una angustia o una pregunta, o la vigilia, o el duermevela. Y otros para quienes cada parte de todo eso es un gozo puro y sistemático. Y hay quien agradece despertar y otros que lo lamentan y a muchos más que les importa un rábano sapiente o analfabeto el asunto todo.
Pero, de cierto, despertar es un acontecimiento. Porque para despertar, dice el sapiente perogrullo, es necesario haber dormido. No, y ahí la nota interesante, perder la conciencia, como en la anestesia, sino desvanecerla. Perderla, mediante la anestesia, es ser el último testigo de nuestro cuerpo, evaporar esa conciencia, hundirla en un sueño sin sueño momentáneo donde parece que nada ha sucedido. Cuando dejamos de estar en ningún lado, cuando perdemos, incluso, el recuerdo de dónde estuvimos. Dormir, en cambio, es zambullirse en uno mismo con uno mismo acompañándolo, pues soñar es saber que se sueña, al fin de cuentas. Y ahí viene la turbamulta de los filósofos que faltaban, entre si soñar es saber que se sueña, soñar es soñar sin saber nada o soñar es dejar de saber que uno es quien sueña.
Y sí, hoy desperté, con la minuciosa exactitud de un rompecabezas, con la milimétrica concisión de las promesas, con la precisa pausa del bostezo y la calma tranquila de las nubes pausadas. Y me hallé al despertarme y, desde luego, fue una sorpresa. Cotidiana, es cierto, pero no por ello menos extraña.
Y comencé por saludar al dedo anular de mi pata izquierda, y sonreírle a mi dedo gordo de mi misma pata y, disculparán la vulgaridad, rascarme mis siamesas pelotas y sonreírle al mundo todo. Porque despertar y hallarme en el mundo con toda mi humana existencia me llena de sorpresa. Que vengo de donde vengo sin haberme ido y sigo estando donde estoy sin haber estado. Y aunque no soy el Adán de los aires buenos, ni tengo la manía onomástica de llamar de nuevo a las cosas por aquellos sus propios nombres, sí me llena de contento de gozo el ver de nuevo mi mano, y mi codo y respirar de nuevo ante el espejo en que mi cara me hace caras al mirarme. Porque despertar es, también, y al fin, una indolencia.