De todas las metáforas de nuestra época, la del cuerpo es la más extraña. No existe, como sucede en casi todas las tradiciones, un mapa detallado de los lugares y fronteras donde, en el cuerpo, se desarrollan las batallas ciertas y certeras de las emociones y los devenires de nuestra existencia. El cuerpo metafórico de nuestra época es aterrador, si se le mira bien: rostro anguloso y simétrico, ojos y pelo claros, narices afiladas, bocas carnosas, cejas semipobladas, vientre liso, senos y nalgas prominentes en hombres y mujeres. Quizá de esa visibilidad total y edulcorada provenga la manía de tatuarlo y perforarlo, para darle color y volumen por medios externos.
Tampoco poseemos una opinión desarrollada de los lugares donde las sensaciones, los sentimientos y los pensamientos moran en su corpórea existencia, manifestación o cubierta. Nos ha tocado vivir en una época de cuerpos superficiales y terrenos. La piel, esa superficie profunda de nosotros y los otros, es una apariencia. Preferimos los emplastes, los correctores, vamos, cualquier cosa que la oculte y permita verla de otra manera. Y ya no sólo lo que el mismo cuerpo es, sino lo que puede ser. Nos prometen quitar arrugas, agrandar senos, redondear nalgas, aplanar abdómenes, eliminar lastres, desaparecer venas hórridas de piernas o dolorosas del ano, aclarar pieles, borrar ojeras, embellecer patas, perder peso, por cuyo medio lograremos aumentar la autoestima, henchir la autofelicidad, vernos autodelgados y, esperamos, evitar autosuicidarnos. Y, mansos y coloridos, creemos en cualquier otro remedio que no sea el canónico, científico o tradicional. Y hay quienes incluso permiten inyecciones de aceite de dudosa procedencia, en nalgas, piernas o senos, para ser más bella o bello. Porque la felicidad, el gozo, consiste para estas almas simples, en parecer bello, no en sentirse bello o gozar su cuerpo, sino en ser objeto de envidia, cuchicheo y comentario de los demás. Pero nada como las promesas de eliminar la grasa cotidiana de tantos gordos y gordas anónimos. Coma todo lo que quiera y baje de peso. Con todo, la gordura, paradoja curiosa, es algo oculto, soterrado. He decidido por ello ser un gordo confeso, gordo a cuya gordura no hay que llegar por medio de interpretaciones psicoanalíticas y las libidos sublimadas, las interpretaciones new age del abrazo continuo y sosegado, las arquetípicas del vientre materno, las conductuales cognitivas del cerco de Numancia, las conductistas de las madres alimentadoras, las peregrinas de la envidia materna, las neurofisiológicas de los desajustes de la norepinefrina y la serotonina, y las sabias, vanas y dolientes que faltan. Gordo confeso y simple, en cuya gordura no hay más que alimentos terrestres paladeados y degustados en demasía, en cuya demasía misma habita y por cuyo camino se llega al palacio de la sabiduría. Gordo confeso, puedo dejar de ocultar mi gordura a los ojos inquisitivos de los otros todos y de mi propio espejo. Porque nuestra época resiste poco a quienes no cargan con su gordura alguna culpa y muestran y pasean su exceso a los ojos sorprendidos de la gente.
El despierto, el iluminado, quien alcanzó a develar ciertos secretos, posee varias imágenes meritorias, no la menos, donde se muestra feliz, gordo, ombligudo y sonriente, pues, a veces es bueno recordarlo, el Buda fue un gordo confeso.
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