viernes, febrero 03, 2006

Cambiar de aires

Viajar es mudar de aires, cambiar el escenario en donde cotidianos habitamos nuestras costumbres y llamamos a las cosas por sus nombres. Viajar, por ello, se parece mucho al ensueño. Nunca he sido de los viajantes para quien la travesía es el fin mayor de partir a cualquier parte. Todo lo contrario, viajar para mí es ubicarme en otro escenario en donde pueda, a su cobijo, comenzar a ser otro de quien soy. No tanto de manera iniciática, aunque algo hay de ello en mis viajes, cuanto de forma, digamos, gradual. Si somos lo que hacemos, hacer un viaje nos convierte en otros. Y recuerdo más, por ejemplo, el rumor pueblerino de las noches de ciertas ciudades, o las escaleras de pronto encontradas al subir hacia ninguna parte en otro lugar de grata memoria, o la ventana de un modestísimo cuarto de hotel, en cuyo chaflán mínimo encontré, a pie juntillas de su alfeizar nunca tan árabe, hace muchos años, razones varias para mi persona. Y más lo recuerdo, decía, que las atracciones mayores o los lugares rituales de visita. Y a veces me son mejores los recuerdos de las sombras o de las piedras hermosas de otros más. Y nada como el río rumoroso de aquella ciudad tantas veces entrevistas pero nunca caminada, como en ese momento a la vera de su río hórrido y putrefacto, pero dichoso y evocador como pocos, más si de frente me dejaba ver, plantada, la torre por mí siempre entrevistas en sueños y algunas vigilias. Y visitar algunos cuadros en cuyas proporciones desproporcionadas, pues siempre resultan mucho más pequeños o mucho mayores de lo que imaginamos, descubrimos el sentido de no sé cuántas cosas. Y hay viajes, para mí, que han sido un cuadro, o una baranda, o un mínimo árbol. Anhelo, ahora, un plinto desnudo y vacío, cuya existencia solitaria ha sido violentada y, algunas veces, festejada con donaire. Pero no tengo prisa todavía.
Viajo, pues, para estar en el lugar al que voy y no creo, por ello, en las lejanías o cercanías, creo en el ritual del viaje. En mudarse para encontrarse otro en quien es uno siempre uno.
Apenas hace unos meses, al caer en cuenta de que no había tenido tiempo de irme a descansar, de tomarme un par de días para no hacer nada y reencontrarme de nuevo en el cauce de lo que hago, pues todo volvía a la normalidad una tanto vacua y pedagógica y no había modo de viajar con quien, queridísimo, reiniciaba sus donaires educados, decidimos, mutuos, ensayar una variante. Pasar nuestras vacaciones en nuestra ciudad misma, y partir al Zócalo con la intención de no hacer nada en su veranda. Lo curioso de tal viaje, dada su inmensa cercanía, fue encontrarnos uno con el otro en una situación dichosa y novedosa, juntos por el mor de estarnos juntos, disfrutándonos haciendo nada para seguir sin plan fijo, haciendo nada. Y fue un viaje único y memorable, por su cercanía clara y su compañía dichosa, pues de cierto viajar es también, y a veces, viajar con alguien.
Las anécdotas, desde luego, dan color no tanto al viaje como a su relato. Baste decir en este caso, que a falta de previsión no encontramos habitación en ningún hotel del Zócalo y los aires aventureros nos llevaron a otros lados, donde recorrimos otra parte de la ciudad con la mirada curiosa y atenta de quien pisa esas calles por vez primera, pese a circular por ellas en más de una ocasión. Pues viajar es, cuánto se nos olvida, asombrase.

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