No amo a mi prójimo, lamento decirlo. De hecho, lo soporto sólo en dosis homeopáticas y distantes, que las dosis cotidianas de prójimo me marean, me causan cierto estrabismo y termino por desear, infame de mí mismo, la aparición de un virus que, a la manera como sucede en la novela Un mundo vacío del autor británico John Christopher, me permita ser el único sobreviviente del planeta entero. No es que en específico no soporte a tal o cual prójimo o prójima, es sólo que el prójimo en su anónimo conjunto termina por empacharme, como cuando niño. Que comienzo a sentir una incomodidad total, que la vida muestra sus muchos parches, que la convivencia se torna extraña e impredecible, que el abominable hombre de las nieves (Quezada dixit) que pace en los prados de los camellones cercanos a las escuelas me comienza a parecer sospechoso de lesa humanidad al vender sus frías paletas, por decir lo menos. Que las cajeras del supermercado, con su vocación de busto de parque periférico, terminan por serme extrañas, que las pláticas de los trabajadores del volante, como los llama la prensa distraída, terminan por marearme con sus teorías peregrinas (¿sabe quién tiene la culpa del frío? No tengo idea, respondo, cercano al pánico pues veo venir, ay de mí, una teoría. Estados Unidos. Santa María de los vientos, exclamo para mis adentros. Cambio de taxi, pues voy lejos y prefiero omitir los detalles de tan meritoria meteorología.) Y el prójimo más próximo, el de los vecinos y vecinas, es mundo aparte. ¿Además de compartir, seguro por alguna equivocación cósmica o un complot norteamericano, el espacio físico de un edificio, qué nos iguala? No lo sé, pero los hay amistosos y perversos, sonrientes y distintos, y, los peores, metiches y molestos. A las once de la noche de un día cualquiera, aparece en la puerta de mi casa, que no es más que mía, aclaro a mi prójimo lector, que no suya, una vecina en pijama larga y espantapájara para preguntarme: ¿está usted martillando? Que me haya dado cuenta, no. Estaba leyendo, libro arduo, es verdad, pero aunque la marcha camellónica de mis neuronas me hace mucho ruido en mi cabeza, no imagino, vecina, que pudiera llegar a escucharse a la distancia y en forma de martillazos. ¿Eran rítmicos o aleatorios?, le pregunto. Ante su sorpresa, onomatepeyo. Toc, Toc, Toc, Toc, o más bien Toc, Tuc, Tuc, Toc, Tuc, Toc, etc. Pues martillazos, me dice categórica. Pues no, en verdad no martillaba. A esta hora nunca he martillado en mi vida y no veo razón para comenzar ahora. Es que no me dejan dormir. ¿Los martillazos? Sí. ¿Otro ruido sí la deja? No. Entonces es el ruido de los martillazos, no propiamente los martillazos. ¿Martilla usted o no? Sí, claro que martillo, sé martillar, me gusta martillar. ¿Y martillaba? No, ya se lo dije. ¿Entonces quién martilla? No tengo no la más pálida idea, vecina. Quizá otro vecino, aventuro.
Otro día, infausto, tocan a mi puerta a las nueve exactas de la noche. Buenas noches vecino, me dice una sonrisa enorme de dientes caramelos. Tenemos junta. ¿Junta? De condóminos. No soy condómino, le digo. Le rento a la condómina. Pero igual puede venir a la junta. Le agradezco, vecina, pero no tengo voz, ni voto, ni opinión, que si deciden poner en la entrada una réplica exacta de las rejas de Chapultepec a mí me da igual, pues no pondré dinero alguno y si me parece un adefesio lo más que haré es rentar en otra parte. Pero vamos a partir la rosca. ¿De quién, le digo? De Reyes. ¿Alfonso? No, vecino, de Gaspar, Melchor y Baltasar. No puedo comer rosca. ¿Por qué?, me pregunta con ojos hororrizados. Motivos médicos, le digo. Eso sí, la misma vecina amartillada, a los pocos días de nuestro desencuentro, al verme venir cargado de bolsas, me saluda atenta pero cierra la puerta de entrada el edificio. Gracias, le digo a mi vecina, deseándole ...
¿Y el prójimo médico de los remedios? Hace tiempo un médico después de sacarme muestras de saliva, sangre, meados, mierdas, suspiros y ventosidades terminó por darme su diagnóstico terrible: tiene usted alergia. Doctor mío, le digo, ¿se dedicó usted seis años a la carrera, tres a su residencia y otros tres a su especialización, para decirme lo que sabe cualquier hijo de vecino con sólo verme la pierna? Eso se lo dije yo mismo en el momento primero, lejano y placentero, cuando no lo conocía en persona y le dije por teléfono mi problema. Tengo una alergia, es cierto, ¿por qué? No tengo idea, lo mando con un dermatólogo, ay, prójimo descendiente de las doctas ignorancias.
Hace poco, en una parada de autobús, llegó un hombre mayor, canoso, obeso, sonriente y oloroso a los muchos días de intemperie. Buscó el monto exacto para su camión y, de pronto, con una sonrisa enorme, se dirige a mí y me dice ostensivamente: mira, mi bastón. Ha sido el comentario más cálido hecho por prójimo mío en los últimos tiempos. O el niño comino y vecino que, al verme en la escalera y aquilatar mi humanidad barbada me dice, serio como sólo son serios los niños: barba.
Pero no es sólo confesión de mi cierta comezón. De mi rasquiña. Que el prójimo cercano, ese que a diario vemos en nuestros deambulares, no deja nunca de sorprendernos. Cuando se estudia la fuerza del tercer Reich, su amplia influencia, su destructora delación, su clara aceptación activa, descubrimos, horrorizados, que el prójimo, ese que de pronto y de vez en vez vemos al bajar una escalera de donde habitamos, ese prójimo silente y meticuloso, ese mismo prójimo al que de vez y en vez saludamos, fue quien delató a los extraños, a los diferentes, a los delatables. Y al paso de los años, ese prójimo es el mismo que teme la llegada de tantos extranjeros, de tantos extraños. ¿Qué precisaría mi vecina de pijamas espantapájaras para decir que mis costumbres son extrañas, que realizo actos extravagantes y que más valdría tenerme a buen resguardo? Un poco de confianza. Sólo eso. Sentir la fuerza de alguien, un punto de apoyo, un respaldo. Que el germen está dado, que nos tenemos la más pura desconfianza y hemos llegado ya a sentirnos derrotados. Que la ira cotidiana nos embarga y terminamos por reclamar lo irreclamable, que ceder a la idea de orden no es tan lejano ya para poder cobrar ciertas e inciertas fechorías. Que el prójimo cede a la estupidez con cierta valentía: la del prejuicio. Plegue a los dioses otro sea nuestro destino.
1 comentario:
La soledad, ese estar con uno mismo, es un placer adictivo, y de las adicciones, suele ser la menos tóxica. ¿Acaso podemos llegar a sentirnos intoxicados de nosotros mismos?
Celebra sus letras, se identifica con ellas y se regocija de su siempre genial sentido del humor;
Hildrun
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