sábado, agosto 12, 2006

Himno al libro

¿Quién entonces —mejor que el libro— es, a la vez, médico y nómada, bizantino e hindú, persa y griego, eterno y engendrado, mortal e inmortal? ¿Quién podría, como él, ser alfa y omega, lo demasiado y lo nunca suficiente, lo oculto y lo aparente, el testigo y el ausente, lo eminente y lo humilde, lo consistente y lo inconsistente, la forma y su contrario, el género y su opuesto?
Vayamos más lejos, cuándo has visto un jardín transportado por un gesto, un vergel dispuesto sobre un pedazo de piedra, un ser que le habla a los muertos e interpreta a los vivos, un familiar que sólo se dispone a dormir después de que tú has sucumbido al sueño, un ser que no habla más que de tus deseos, mudo más que una tumba, guarda los mejores secretos con discreción mayor que los secretarios, un viejo al resguardo de quienes son considerados maestros en la materia, dotado de una memoria más prodigiosa que la de los árabes auténticos, así como de esos niños que las preocupaciones no llegan a asaltar sus mentes, de los recién nacidos que —con los ojos aún cerrados— no disfrutan de la facultad de distinguir las siluetas y tienen, por un momento, su atención en total disposición, cuyas mentes son libres y nada llega a distraerlos, cuya voluntad es plena y completa, de arcilla blanda y maleable (...)
Tú has reprobado mi libro. Sin embargo, yo no conozco vecino más amable, de intimidad más confortable, compañero más accesible, maestro más astuto, émulo más brillante, ni menos capaz de falta grave, ni menos propio para originar aburrimiento o lasitud, ni de las actitudes más sociables, ni menos dispuesto a la hostilidad o a las desatenciones, ni más alejado de toda calumnia o impostura; persona no más rica en hechos extraordinarios, en fantasías de cualquier tipo, menos vanidosas o artificiales, menos proclive a la discusión estéril y a las argucias, menos indiferente a la disputa o a la polémica, menos guerrero que el libro.
A mi parecer, no hay compañero más fiel a sus compromisos, más pronto a honrar los favores recibidos, más dispuesto a ofrecer sus servicios. No hay nada que se desgaste menos que un libro. No conozco un árbol que tenga un fruto más suculento, más precoz, más fácil de tomar, más disponible en todo momento, como el libro. No sé de objeto que, a pesar de su poca edad o reciente nacimiento, sea tan sencillo de cuidar, modesto en su costo, acumulador de eventos extraordinarios, de ciencias extranjeras, de vestigios de mentes fuera de lo común, de obras admirables [producidas por] espíritus sutiles y refinados, de máximas elevadas, de doctrinas estimables, de sabias experiencias, de información sobre antepasados, de países lejanos, de proverbios comunes, de naciones desaparecidas, lejanas del libro.
Dios —que sea glorificado y magnificado— ha dicho a su profeta —a él bendición y salud—: “Lee, entonces, tú señor es muy generoso. Él ha enseñado por el cálamo”. Él es descrito —¡qué sea exaltado!— en estos términos: “Él ha enseñado por el cálamo”, lo mismo es considerado generoso devolviendo ventajas por sus favores insignes y sus inmensos beneficios. Se ha dicho: “El cálamo es una de las dos lenguas”. Se ha dicho igualmente: “Quienquiera que (re)conozca las virtudes de la comunicación oral, (re) conocerá, a fortiori, la superioridad de la comunicación escrita”. Así Dios hizo de este mandato un elemento constitutivo del Corán: el primer signo de Descenso divino creando el ciclo de la Revelación (...).
El libro es un comensal que no te adula falsamente, un amigo que no te soborna, un compañero que no te aburre, un solicitador que no te reprocha continuamente tus tardanzas, un vecino que no te encuentra poco dispuesto a rendirle un servicio, un hombre que no prueba, por servilismo, arrancar tus pensamientos más íntimos, que no se comporta contigo de manera pérfida y desleal, que no te traiciona hipócritamente, que no actúa de forma mendaz.
Mientras más te acerques a un libro, más aumentará tu placer, tu naturaleza más se afinará, tu lenguaje más extenso será, tu habilidad se perfeccionará, tu vocabulario más se enriquecerá, tu alma más ganará en entusiasmo y arrobamiento, tu corazón más colmado será, así asegurarás la consideración del pueblo cultivado y la amistad de príncipes. Gracias a un libro aprenderás en un mes lo que no aprenderás por boca de sabios en una “eternidad”, y esto será sin contraer deuda con ellos, sin imposición de cuotas penosas por la búsqueda de conocimiento, sin apremiarte a esperar de pie frente a la puerta del maestro público, obligado a enseñar para ganarse la vida, sin apremiarte a sentar en tu mesa personas moralmente inferiores, de menos noble extracción que la tuya. El libro te despeja, te libera del trato con gente odiosa y de relatos de hombres estúpidos, incapaces de comprender. El libro te obedece tanto de día como de noche; él te sigue durante tus viajes o en épocas en las que prefieres ser sedentario. Él nunca tiene sueño; las fatigas de la vigilia no lo indisponen.
El libro es el preceptor que —como lo hayas llamado— no te abandona. Y si tú mismo le “cortas” la vida, él no lo hace con sus servicios. Si caes en desgracia, el libro no renuncia jamás a servirte; si soplan hacia ti vientos contrarios, el libro no se torna contra ti. Si lo atas con un delgado hilo sostenido por un vínculo imperceptible, puedes superar cualquier porvenir.





Extracto del libro de Jâhiz (Basra, 777-869): Le Cadi et la Mouche, Anthologie du Livre des Animaux, textos escogidos, traducidos del árabe y presentados por Lakhdar Souami, Actes Sud. Traducción del francés por Claudia Pacheco.

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