La única diferencia entre la falsa demanda a Walt Disney y el intento de la familia Rulfo de registrar el nombre del autor como marca comercial es el tiempo. Aun cuando sería del todo posible entablar una demanda a Walt Disney, al menos en México, pues los derechos morales nunca prescriben, aunque sería punto menos que imposible, pues el garante de esos derechos morales es la Secretaría de Educación Pública, por medio del Instituto Nacional del Derecho de Autor, quienes no tienen tiempo ni siquiera de cumplir con sus obligaciones más importante. Los muchos años ahora que perviven los derechos de autor y el claro interés monetario de muchos heredoros, hace cada día más difícil esos juegos que tan importantes son a la creación. No olvidemos el caso de César Vallejo, cuyas obras fue imposible editarlas por muchos años, habida cuenta de la negación de su viuda a dar derechos.
¿Se imaginan a los herederos de Van Gogh ahora que se pide pago proporcional cada vez que la obra es revendida?
Los derechos de autor nacieron para que el creador de la obra fuera remunerado por todas las copias vendidas, no para controlar la edición y mucho menos las opiniones que sobre la obra se tienen. No olvidemos que lo indignante para la familia Rulfo es la opinión de ciertas personas sobre la persona de Juan Rulfo. Lo cual no tiene ya nada que ver ni con derechos de autor ni con marcas registradas, tiene que ver con vanidades, berrinches y autoritarismo: censura. Si pudieran, prohibirían toda opinión que no les agradara.
Lo mismo podrían hacer los herederos de Cervantes con Toy Story o con El hombre de la mancha o con cualquier otra cosa, o los de Shakespeare, si estuvieran vigentes los derechos patrimoniales, la ventaja es que no lo están.
Lo curioso es que las nuevas legislaciones de derechos de autor no cuidan a los creadores sino a quienes viven de ellos, es decir, agentes, publicistas, medios, editores y, desde luego, herederos. Y el miedo nació de la facilidad actual de reproducción. Esperemos que pronto la legislación regrese a la cordura, privilegiar al autor y luego al lector, en el caso de los libros, las dos partes fundamentales, y no a quienes intermediamos, agentes, editores, distribuidores, librerías, y un largo etcétera. En México, curioso, no privilegia a nadie, ni siquiera a los intermediarios, sólo complica.
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