A los poetas y a sus editores, no en ese orden, se les señala su pobre penetración de mercado y la insuficiencia notoria de sus afanes comerciales. En la época del comercio, pareciera crimen hacer cualquier cosa sin el imperioso afán de ganar dinero. La hipótesis común es que la poesía no se vende, que no hay posible actividad comercial con ella, que el comercio con las palabras no sólo es imposible sino destinado al más rotundo fracaso. El dinero es sordo y ciego. Y las palabras, en estas épocas, no seducen ya ni a los menesterosos. Si esto es cierto, entonces, la poesía no tiene futuro comercial. Datos y hechos lo confirman. No hay ninguna mafia internacional dedicada a piratearla; somos los únicos editores que no nos quejamos de la fotocopia, sea legal o ilegal; las agencias no pelean cambios de editores; los nobeles poetas no garantizan ningún éxito comercial; los riesgos de los libros, según las aseguradoras, son las inundaciones y los terremotos; los incendios por descuido son raros; pero la prima por robo es prácticamente inexistente. En una ciudad como la de México, con fama delictiva, no conocemos a nadie que dé noticia de un robo en una bodega de libros de poesía. Se paga más por las computadoras, ordenadores, que por los libros. No hay, pues, venta posible para la poesía.
Pero eso es falso. La poesía no se vende como libro en la misma y exacta proporción que otros. Eso es cierto y evidente, y ante la fuerza de las novedades y los títulos de amplio desplazamiento, la poesía pierde cada vez más centímetros de estantería y olvidada ha quedado en las mesas de novedades. Es falso también que no tenga venta como proyecto institucional. Se conocen fundaciones, gobiernos municipales, locales o federales que tienen programas de apoyo a traducciones y a ediciones de todo tipo. Y precisamente por la evidente imposibilidad comercial de la poesía parece justo y necesario apoyar su edición, pues nadie la compra para leerla. Así, es posible obtener apoyos para editar libros de poesía y la edición pública gasta dinero público para editar libros de poesía. Pero ese apoyo genera inercias. Editamos entonces lo vendible como proyecto, sin importar el destino de esos libros. Pero publicar es hacer público, lo demás es imprimir libros. Y hacer público un libro de poesía significa intentar llevarlo a sus posibles lectores. Éste es el arte imposible de vender versos.
De las diversas obligaciones del editor, la de calcular los posibles compradores es la más difícil. ¿Cuántos libros podrán venderse? Y tenemos en ese cálculo evidencia de otro de nuestros problemas. En la era del linotipo la segunda edición implicaba hacer negativos, por ello era lógico hacer 2000 o 3000 ejemplares aunque se tardaran más de veinte años en venderse. Actualmente, dada la nueva velocidad de venta, la rotación negativa de inventarios, como ideal regulativo de tiendas, nadie puede no digamos aguantar 20 años, ni siquiera tres. Pero el problema es que editar cada día es más barato y más fácil, por ello la tentación de editar de más es común y perniciosa. Libros hay, confesémoslo, que no podrán vender en 5 años más de 200 ejemplares. ¿Qué necesidad hay de imprimir más? El ideal del editor ha de ser imprimir lo que puede venderse, con la ilusión, falsa desde luego, que la venta representa la lectura. Nunca ha sido rentable editar nuevos autores, tal vez nunca lo será. Por ello hay que editar pocos ejemplares. La venta de poesía requiere tratamientos homeopáticos, infinitesimales. Hace años don Joaquín Díez Canedo apoyaba a los jóvenes editores de la revista El Zaguán. Un buen día le pidieron al maestro que su editorial Joaquín Mortiz distribuyera la revista, pues imaginaban que la distribución, y por ello las ventas, alcanzarían niveles envidiables. Preguntó entonces Díez Canedo: ¿cuántos ejemplares venden? Y a la respuesta fue 300 revistas, con una sonrisa preocupada les pidió a su vez: ¿Podrían venderme ustedes mis ediciones de poesía? Yo no vendo ni 100 ejemplares.
Hay librerías que sostienen secciones de poesía, curiosamente cada día más difíciles de llenar. No hay distribuidora de mediano tamaño dispuesta a tomar títulos de poesía bajo su cuidadoso descuido. La estructura misma de la venta de poesía habla de la salud cultural de un país. La red y complicidad de editores, distribuidores y librerías es el sistema nervioso, la nervadura, de la cultura de un país, la parte sustantiva pero no visible de la reflexión y el diálogo que es cada cultura. Y en su diversidad y fortaleza radica la diversidad y fortaleza de una cultura. La poesía es, ante todo, gozo y enjuiciamiento del lenguaje y la decadencia es, ante todo, desgaste y aburrimiento del lenguaje. El lenguaje aletargado de la política, de la economía, del comercio. Quien comercia con palabras termina por venderlas y empobrecerlas, pero para ello comerciamos con nuevas palabras. Y si nos asomamos a ver la cantidad de poesía puesta a disposición de los lectores en las bibliotecas y librerías, atestiguaremos las sutilezas de esa cultura. El número de traducciones, los clásicos imprescindibles, las apuestas nuevas, hablan de la exquisitez de la cultura.
En México los libreros le llaman clavo a esos libros que no se venden de ninguna manera. Pareciera pues que publicamos puros clavos. A veces en las librerías vemos ese libro que nos compraron y lleva ya algunos años sin venderse. Lo único que nos detiene a comprarlo y resarcir al librero es que seguramente pedirá una reposición y lo tiene etiquetado al precio antiguo. Claro, en los casos honorables de esos libreros preocupados por sus lectores.
Y esa preocupación mejora la cultura. Pues hemos condenado a la cultura a ser subterránea. Vivimos al inicio de una época donde la cultura es, por necesidad, subcultura. Leer, reflexionar, gozar con las palabras es una asunto subterráneo, propio de minorías. Fundamental intentar buscar caminos alternativos y novedosos.
Dana Giogia publicó hace algunos años una crítica pertinente al sistema de apoyos a la poesía norteamericana, culpándolo de la mediocridad imperante. A fines del año anterior se hizo cargo del Fondo Nacional para las Artes, culpable y cabeza del sistema que criticaba. Al volverse juez, imaginamos que aspira a mejorar la calidad, pero sabemos que fracasará.
La preocupación, más allá de las anécdotas y dificultades propias de intentar vender poesía, es que el futuro mismo de la poesía y, el futuro mismo de la cultura, está en buscar alternativas que sostengan la diversidad. De seguir su cursos las tendencias de fusiones y adquisiciones, nos vemos condenados a escuchar la misma música, a ver las misma películas, a ver los mismos programas de televisión y a tener las mismas opiniones sobre exactamente los mismos problemas. Terminaremos por hablar el mismo idioma y llegaremos, horror imposible, a reírnos de los mismos chistes y bromas. Hace poco por azar y curiosidad sintonizamos en internet una estación italiana para descubrir, con horror, que programaban lo mismo que en México. Los viajes, ahora, no ilustrarán sino desorientarán.
Y apostar por la diversidad es apostar por la vida de las editoriales independientes. Lejos estamos de la época donde editar era asunto de caballeros y damas ocupados en darle voz y vida a las expresiones más diversas. Las fusiones son cada día más preocupantes, pues dejan sin alternativas. Nuestros sellos pueden estar tranquilos, de cierto no por un compromiso férreo en mantenernos independientes, sino porque no hay posibilidad alguna que alguien tenga intención de comprar un sello de poesía. Y de ese desinterés hay que obtener fortaleza. Virtud del mercado mexicano es que los editores pequeños podemos pelear la mesa de novedades y acaparar mucho de las secciones especiales, siempre y cuando dispongamos de una estrategia de venta.
Regresamos al punto de partida. La poesía no tiene demasiado mercado, si podemos decirlo de ese modo, pero hay que crearle mercados posibles. Ceñir la cantidad de ejemplares a lo real e intentar hacer rentable esa edición. Utilizar pues los apoyos como fortaleza y no como alternativa de manutención.
Pero hay otro problema no menos preocupante. Ahora, en nuestras tierras, ser poeta es una profesión respetable. Tan respetable que muchos son quienes se cuidan del estro e intentan nunca ceder a sus urgencias. Hay también apoyos, becas, residencias, intercambios, encuentros, lecturas, memorias y tertulias financiadas por gobiernos estatales, municipales, federales, nacionales y mundiales. Y llegamos a las urgencias editoriales. Se edita más de lo que se escribe, y entonces se publica un primer libro y a éste se le añaden algunos otros poemas y tenemos uno nuevo, y aparece otro y otro más que reúne los dos anteriores, y un tercero, nuevo, que es el quinto ya y se está listo para solicitar la beca para escribir un sexto y hasta un noveno y recopilar todos en las primeras obras reunidas para después publicar una antología de todo ello y una antología para jóvenes de lo mismo y una reunión de lo mejor en otro lado. Pero, si nos permiten la obviedad, la culpa de que se editen malos libros de poesía es de los editores de poesía. Y regresamos al asunto de los subastadores. Asoma entonces la terrible pregunta. ¿Para qué tanta poesía? ¿En verdad hemos vivido una multiplicación tan escandalosa de la buena poesía? ¿La humanidad ha alcanzado su etapa superior donde todos los poetas son excelsos? Lo dudamos. ¿Cómo llegó a sobrar tanta poesía? ¿De dónde entonces la necesidad de editar tanta poesía? No es, pues, su alta rentabilidad, el problema era su casi imposibilidad de venta. ¿Para qué tantos y tantos libros de poemas?
Terminemos ensayando algunas respuestas. No es del todo inatendible la hipótesis de la profesión poética. Que si ser poeta es profesión, entonces hay regulaciones. Y todo poeta debe demostrar serlo por medio de sus libros. Entonces hay una presión cada vez mayor por publicar para obtener apoyos y por publicar para demostrar el buen uso del apoyo recibido. Pero no sólo es esa parte el problema. Hay premios, demasiados premios. Si pensamos que en México existen al menos entre 40 y 50 premios de poesía al año, eso nos da la horrenda cantidad de 500 premios en diez años. Y hay ya premios cuyo único monto es la publicación del libro. Entonces, pese al aumento de buenos poetas, no hay posibilidad alguna de tanta buena poesía. Debemos, pues, retraernos. Si hemos de intentar crear un sistema de distribución capaz de llegar a la mayor cantidad de lectores, hemos de hacer crítica de lo publicado. Falta, desde luego, ediciones de muchos poetas. En librerías no hay títulos que debieran ser de uso común. No hay buenas ediciones de buenos poetas. Faltan demasiados clásicos y, sobre todo, casi no hay libros didácticos sobre el tema. Al ver la necesidad de la poesía infantil los grandes grupos editoriales han apostado por llenar ese vacío para los mercados escolares. Más allá de distracciones, no hay propuesta de los editores independientes.
No editar lo que se vende sino vender lo que se edita y, para ello, ahora se inició una distribuidora. Las sendas que llevan del almacén al librero pasan por los melancólicos vendedores de poesía. La venta institucional no durará para siempre, hemos de lograr independencia antes de que nos convierta la realidad en quimera. Y la unión en diversos frentes y en diversos proyectos, la apuesta por intentar vivir con nuestros propios medios es más que urgente.
Curiosa conclusión a la que hemos llegado, aquello que nos reúne, el tamaño y la independencia, cuya cifra mayor es el insuficiente mercado, es sin duda, la cifra también de la solución. Hemos de conservar la independencia a fuerza de conseguir una cuota de mercado. De otra manera desaparecerá nuestra independencia y, con ella, la razón misma de nuestros afanes: la edición de poesía.
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