A quienes, pocos, me preguntan ¿ónde andas? En ningún lado, es el problema, debiera decir. Prometo retomar el hilo de mis divagaciones, pero mis promesas, yo mismo lo sé, valen bien poco...
Platicaba no ha mucho con [aquí debería ir tu nombre], persona queridísima, sobre mi retorno a las artes menores de los libros, de su hechura, pues, y me dijo entre risas: no tienes que convencerme de que te encanta hacer libros. Por razones harto extrañas, parecía que yo mismo era quien deseaba convencerme (huía yo de mí, pero trájeme a mí conmigo, Juana Inés, de Asbaje, a. sor Juana, para más señas, dixit).
Dos reclamos por la ley del libro, he recibido. De dos autores, pues desde su entrada en vigor decidí aplicarla sin esperar a su reglamento. No puedo darle descuento a nadie, excepto a libreros, distribuidores, bibliotecas con servicio al público e instituciones de enseñanza y educación. No hay ninguna mención de autores, luego, no puedo darles descuento. Ambos dos me reclaman. Uno, prometió después de varios minutos de discusión, y a la pregunta expresa de si había leído la ley, documentarse, como se dice en estos casos: leer la ley, pues. El otro me tildó de ingenuo. Mi argumento, pobre quizá, es simple: por mucho tiempo insistí ante quien quisiera oírme en la necesidad de una ley del libro. Ahora que tenemos una, lo menos que puedo hacer es cumplirla.
Gracias por las líneas, Roger. Y gracias también a los pocos otros...
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