Aquí pueden tener copia de la demanda presentada por el Center for Internet and Society de la Universidad de Stanford, su Facultad de leyes, para ser más preciso, contra el heredero de Joyce, su nieto, al negar el uso de distintos documentos a Carol Loeb Shloss. Se le demanda por abuso de derecho de autor. En el New Yorker pueden leer la historia a detalle. [vía Claudininha]
Para decirlo en términos simples, vivimos bajo el delirio legal de las grandes compañías de entretenimiento y comunicación. Que la tan mentada unificación pasa, sin duda alguna, por la extensión de los derechos de autor, pero no para los autores, no nos hagamos ilusiones, es un llano y simple efecto indeseado de lo importante: proteger a las producciones cinematográficas y musicales. La ley Mickey Mouse, pues. De no haber ampliado el término para pasar a dominio público, Mickey Mouse podría utilizarse libre de derechos. En el ínterin, Pessoa, Joyce, Chesterton, y muchos más, han pasado a formar, de nuevo, parte de las obras protegidas. ¿De qué las protegen? De la reproducción ilegal, vamos, de la reproducción gratuita.
Cuando alguien gana dinero por comerciar con la obra de otro, debe pagarse un porcentaje. Pero todo se ha vuelto delirante y demencial. Al caso de que, por ejemplo, Stephen James Joyce, heredero de 73 años, ha destruido cartas y documentos de su abuelo para preservar, aunque parezca extraño, su memoria.
Lo mismo sucede, por ejemplo, con Juan Rulfo. La familia controla toda la edición de la obra, incluso la fijación del texto, lo cual es ya un abuso. Varias antologías han debido eliminar cuentos de Rulfo por no ser del agrado de la familia. Quieren eliminar el nombre de Rulfo al premio, pues no están satisfechos de los últimos dos premiados. Como el heredero de Joyce, pronto prohibirán lecturas públicas de la obra si no están de acuerdo con quienes leen o quienes escuchan la obra.
Hace falta una reforma sustantiva a la idea misma de derechos de autor. Pero difícilmente se dará.
Los herederos, paradoja de paradojas, se han vuelto, en esos, y muchos otros casos, censores, todo lo contrario al deseo de cualquier creador.
La edición de poesía traducida se vuelve cada día más ardua, cara y difícil si el autor está vivo y tiene contrato con alguna editorial, grande o pequeña. Los pagos mínimos se vuelven demasiado altos para editoriales pequeñas y, en muchos casos, encarecen demasiado los libros. Hace poco un traductor me decía: de cobrar derechos, no hay edición posible.
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